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Juan Arvizu y Miguel Reyes Razo: periodismo y camaradería

Crónica de jornadas de grandes comunicadores

Por Miguel Reyes Razo

“Juanito, ponte abusado. Fíjate cómo trabajan, cómo reportean Samaniego, López-Dóriga, Reyes Razo. Pégateles. Apréndeles. Obsérvalos»- aconsejó el flamante Presidente de México Ernesto Zedillo Ponce de León al joven Juan Arvizu.

«Así lo haré. Gracias Señor Presidente -respondió- se comprometió, el joven reportero.

Ocurrió en Miami. En La Florida.  En los Jardines Vizcaya. Era diciembre de 1994. Cumbre de las Américas. Bill Clinton convocó. Se barruntó que Estados Unidos tenía gran interés en impulsar el desarrollo de América Latina.

El Presidente se volvió hacia Reyes Razo: «Sé que estuvo usted en Chiapas. Que estuvo en la toma de posesión del gobernador Robledo. ¿Se enteró usted si entró al Palacio de Gobierno?

“Si, Señor Presidente, el gobernador entró ese día, más tarde, usted ya se había ido. Ocupó su despacho» -respondió el enviado especial de EXCELSIOR

«¿Me asegura usted -insistió el Doctor Zedillo- que entró a su despacho?»

«Desde luego que sí. Ya lo esperaba ahí Eraclio Zepeda.

«¿Cómo sabe usted eso?» -sondeó- Zedillo

«Porque yo entré con él. Con el gobernador, Señor Presidente»

Concluyó la conversación y se disolvió el grupo.

Desde que lo conoció durante su gira por la Presidencia de la República, Ernesto Zedillo mostró marcada predilección por Juan Arvizu. Dado el singular carácter y los modos del beneficiario del asesinato de Luis Donaldo Colosio -de la hosquedad a la broma pesada- el gesto llamó la atención. 

Pues Juan Arvizu era un muchacho sencillo, laborioso que se hallaba a gusto en medio de muchedumbres ruidosas que zarandeaban al candidato del PRI. Contaba que tenía dos hijos varones. Y no se daba aires de fanfarrón ni de sabelotodo. Era puntual y sobrio en sus hábitos y gustos.

Un 23 de marzo nos encontramos en Magdalena de Kino, en Sonora. En un aniversario de la muerte -asesinato- de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Se acumulaban los años y decrecía el interés de famas y fortunas en llegar en aviones privados a comer en El Toro antes de ir al cementerio que abraza el arroyo Sásabe.

Un sacerdote oficiaba el rito católico. Un conjunto de cuerdas vibraba en la soleada -todavía ardiente- tarde. Don Luis Colosio Fernández se desprendía de la primera fila que ocupaba la familia Colosio-Murrieta para contar que su vida se había tornado «un vendaval» desde el día que mataron a su hijo y nutría su confianza en el futuro de la Patria.

Aquel 23 de marzo Guillermo Hopkins -alma gemela de Colosio- instruyó a su leal colaboradora Cecilia Fontes:

«Va a venir Reyes Razo. Siempre está aquí el 23 de marzo. Dele todas las facilidades para que escriba aquí su crónica. Te pido Ceci, que le des café con galletas. Deja que use los teléfonos. Tú ya sabes. Ya lo conoces. A lo mejor llega con el «Paquico» Trelles Iruretagoyena.

Así ocurrió. Pero Reyes Razo no llegó con Luis Francisco. Convidó a Juan Arvizu.

«Tengo excelentes amigos aquí, querido Juan. Me tratan muy bien. Y me facilitan el trabajo. Ven, yo te presento a Guillermo Hopkins y te aseguro que te recibirán con gusto y afecto. Escribes, mandas. Tú decides si ya noche te regresas a Hermosillo, ven.

Juan tenía que ayudar a su fotógrafo. Tenía las imágenes de la fecha. ¿Podría usar él también la oficina del político Guillermo Hopkins?

«Pues desde luego que sí. También tú. Vamos»

Y todo ocurrió a pedir de boca. Juan Arvizu estaba feliz.

Fue Luis Francisco Trelles quien -generoso en extremo- decidió:

«Los voy a llevar a cenar”.

«Me siento tan gordo como un gato. Jajaja. Como comí. Nunca fui tan glotón. !Que bárbaro!. Jajaja. Creo que voy a reventar. Ve nomás como me sale la panza. Que comida tan deliciosa. Nunca olvidaré este día,

Yo tampoco querido Juan Arvizu.

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