Por Miguel Tirado Rasso
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Sin que viniera el tema al caso, muy anticipadamente a lo que la tradición política registraba y en voz de quién menos se esperaba, a principios del mes de julio, el jefe del Ejecutivo, Andrés Manuel López Obrador, dio el banderazo de arranque en la carrera por la sucesión presidencial. Sin cumplir siquiera su tercer año de gobierno, antes de llegar formalmente “a la mitad del camino”, como es el título de su más reciente libro, el presidente decidió que era tiempo ya de tocar el delicado tema que sus antecesores evadían mencionar y procuraban abordar hasta bien iniciado el quinto año de gobierno.
Una práctica muy priista, en la que los tiempos de la sucesión, los posibles sucesores para la primera magistratura y las formas de la postulación del precandidato, los definía el presidente de la República. El destape, el sobre lacrado o las palabras mayores, eran privilegio del mandatario saliente, quién procuraba postergar el proceso lo más posible, sabedor de que, iniciado el ritual, la atención y los reflectores empezarían a desviarse hacia quiénes se mencionaba como posibles sucesores y que, con el destape del favorecido, comenzaba la declinación del poder presidencial, como parte inevitable del proceso.
Con la llegada del PAN al poder, las cosas fueron diferentes. La presidencia perdió el control sobre los tiempos y las formas del juego de la sucesión. Los aspirantes aceleraron el proceso y se auto destaparon, sin esperar la aprobación del “jefe nato” de su instituto político, lanzándose a promover su precandidatura al interior de su partido. En estas condiciones, los presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón, no sólo perdieron el control del proceso sucesorio, sino, también, la sucesión misma, en el caso del segundo, pues no pudieron, ni siquiera, colocar a sus favoritos como candidatos presidenciales en su propio partido.
Con la recuperación de la silla del águila, el PRI, en su segunda época, pretendió reestablecer el ritual de la sucesión presidencial que durante 65 años le había funcionado para una transmisión pacífica y exitosa del poder Ejecutivo. Al estilo priista, la disciplina le permitió al presidente Enrique Peña Nieto llevar el control interno del proceso, sin mucho entusiasmo, por cierto, y decidir la candidatura presidencial de su partido, pero esto fue su único logro, pues los tiempos, las circunstancias y otros factores presagiaban una terrible derrota del candidato oficial, que se cumplió ante un triunfo arrollador del candidato de Morena.
Con estilo diferente, pero con una proyección que se asemeja más a la vieja modalidad del “dedazo” tricolor de sus tiempos de partido aplanadora, que a una nueva fórmula democrática, el Primer Mandatario habla de que, a diferencia de Morena que tiene posibles sucesores “hasta para prestar”, la oposición está perdida, que “no hay dirigentes del conservadurismo”. Y, para ejemplo, apuntó a dos personajes que ya había destapado, con anterioridad, Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard, agregando otros nombres para ampliar la baraja y desviar los reflectores, como jugada de distracción, Juan Ramón de la Fuente, Tatiana Clouthier, Esteban Moctezuma y Rocío Nahle, fueron las otras corcholatas, como las denominó, destapadas.
Dos sucesos podrían haber provocado que el presidente López Obrador decidiera abordar al tema de la sucesión presidencial, totalmente fuera de época, los resultados de la elección del 6 de junio en la capital del país y el accidente de la línea 12 del metro. Dos hechos que, de manera directa, afectaron a la que se percibe, hasta el momento, como la favorita del mandatario, Claudia Sheinbaum.
El accidente del metro, sin aclaración ni responsables, hasta la fecha, le seguirá pesando a la jefa de Gobierno, aunque la apuesta sea a que el tiempo diluya las culpas o responsabilidades. La pérdida de 9 alcaldías en lo que se consideraba el bastión inexpugnable de Morena, ciertamente cambia los pesos políticos en la CDMX y significa una piedra en el zapato para el futuro político de Morena, para no mencionar la intentona fallida de este partido de conservar la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. Otro tropiezo electoral con posibles impactos para el proceso de la 4 transformación.
Pero pensando en el quehacer político, que es lo suyo, más que en el ejercicio de la gobernanza, el presidente prepara con tiempo, demasiado quizás, la estrategia para su sucesión. No obstante, su indiscutible autoridad sobre Morena y sus colaboradores, el proceso de una sucesión “a modo”, no se ve fácil, pues a los morenistas no los distingue su disciplina, como a los priistas, y la característica tribal de la conformación de su movimiento, que no ha podido dar el salto a partido político, se puede convertir en una pesadilla para el gran elector.
A los mencionados por el mandatario como posibles sucesores, habrá que agregar uno que no mencionó por algunas diferencias, pero que su eficiente trabajo político lo ha convertido en un “mal indispensable.”
El senador Ricardo Monreal, no pierde oportunidad para demostrar resultados en su trabajo a favor de la causa Morena. El más reciente, la aprobación casi unánime de la ley de Revocación de Mandato, en tiempo récord, un logro que la flamante senadora Olga Sánchez Cordero, le hubiera gustado concretar.
Consciente de que el juego por la sucesión lo inició el único que puede hacerlo, el senador Monreal, lejos de sentirse excluido, ya se auto destapó y reconoció públicamente que, a pesar de no ser de los favoritos, el estará en la boleta para 2024, esperando, dijo, “que sea abanderado por Morena”. Esto es, de preferencia, pero no necesariamente, diríamos. Con lo que manda un mensaje que puede convertirlo en un aspirante muy incómodo.
Con el juego anticipado para la sucesión, al menos los mencionados, en particular los tres que se ven con más posibilidades, estarán cumpliendo con sus funciones con un ojo al cargo y otro al futuro, lo que seguramente afectará su desempeño, cuando todavía faltan tres años de esta administración. Ahí, uno de los inconvenientes de anticipar tanto este proceso.
Septiembre 9 de 2021