Los Impuestos, desde el punto de vista ético
Por José Alberto Villasana
Para cualquier creyente, el tema de la justicia es del todo apremiante ya que, derivado de la cuarta bienaventuranza, constituye uno de los elementos con que sabe será juzgado.
Tanto es así, que a lo largo de los siglos ha sido objeto de continua reflexión la doctrina de Santo Tomás de Aquino que estableció, desde el siglo XII, que los ciudadanos tienen derecho a desobecer a las autoridades cuando estas realizan actos abusivos.
Siguiendo esta tesis, los moralistas católicos han sostenido que la ciudadanía no está obligada a pagar impuestos en el momento en que éstos llegan a ser injustos. Tal exactitud emana de la simple consideración de que el derecho natural está por encima del derecho positivo, en cuanto que aquél establece la norma y la medida, que es la misma persona humana. Este es el fundamento de la doctrina jurídica que desde hace siglos sostiene el derecho, comúnmente aceptado, de oponerse a una autoridad por causas justas.
Lo fundamental es establecer si las autoridades se sitúan dentro de ese marco legal o no. Para ello existen tres criterios: índole moral del recaudador, utilidad social de lo recaudado y proporcionalidad del gravamen respecto a la situación social.
La índole moral tiene que ver con la probidad de quien gobierna. Si lo recaudado tiene como destino, como sucede en el Distrito Federal de México, financiar el asesinato de bebés indefensos en el vientre materno, o como sucede en los Estados Unidos con el gobierno del presidente Obama, en el que los impuestos se usan para financiar el aborto incluso en América Latina, el recaudador demuestra no tener probidad ni dignidad moral alguna, y carece de la dignidad ética para exigir el pago de impuestos, por más que lo haga en fuerza de la ley.
Para valorar la utilidad social de lo recaudado hay que ver si el recaudador incurre en dispendio y excesos, o si cae en despilfarro e ineficiencia en los programas de gobierno. Si mucho de lo que se fiscaliza es usado en gasto de gobierno, en programas con utilidad política, o en dispendios y prestaciones exageradas respecto a la situación media en que vive la población, entonces nos encontramos ante un caso evidente de injusticia tributaria.
Por último, si la ciudadanía se encontrase en una situación de estrechez, caída de la productividad, recesión económica generalizada, recorte de sueldos, carencias o privaciones, y lo recaudado viniese a provocar regresión económica, o mayor escasez y penuria personal o familiar, entonces no existe proporcionalidad entre el gravamen y la situacion social.
A la luz de éstos dos últimos criterios tenemos que valorar, por ejemplo, el rescate a los bancos (el de 1995 en México, o el de 2009 en los Estados Unidos), en el que se beneficia a un grupo de banqueros a costa del bienestar general de la población, con el pretexto de que su quiebra habría ocasionado graves daños a la economía.
Si un mal han endilgado los gobiernos a la población, es precisamente el no haber dejado que esos bancos e instituciones financieras quebraran, siendo que en economía no hay mejor corrección y saneamiento que la quiebra de lo que tiene que quebrar. Si unos pocos no respetaron el mercado, si se cometieron “errores”, si se abusó del sistema de banca fraccionaria para obtener estratosféricos beneficios, que lo paguen los responsables. Pero ¿por qué la ciudadanía tiene que pagar esos abusos? ¿Por qué privatizar beneficios para unos cuantos, y distribuir costos sociales para las mayorías cuando viene el quebranto?
También hay que ver a esta luz la inmoral depreciación del poder adquisitivo, fruto también de los abusos gubernamentales en la creación inflacionaria del dinero. A los bancos centrales no les cuesta en lo absoluto crear, de la nada, cantidades enormes de dinero ficticio (papel y dígitos de computadora), sin tomar en consideración que esa inflación monetaria constituye el peor de los impuestos, aunque este no pase por la aprobación legislativa del Congreso. De 1995 a 2009 la devaluación del peso mexicano ha sido del 127% (de $5.90 por dólar entonces, a $13.40 hoy).
Por otro lado, es también determinante el hecho de que en un país donde la corrupción es tan elevada, la ciudadanía se vuelve muy sensible respecto al destino de sus impuestos. En México, la distribución de lo recaudado es ridícula en términos sociales, pues de cada diez pesos que se entrega al gobierno, sólo un peso llega a quien lo necesita. El resto se consume en un grotesco aparato burocrático, aparte de que los altos funcionarios y líderes sindicales dan muestras de despilfarro, derroche y dilapidación de recursos en cosas superfluas y suntuosas.
Antes de aprobar cualquier miscelanea fiscal, habría que llevar a cabo reformas que establezcan mecanismos ciudadanos de supervisión y rendición de cuentas.
En este sentido, se requiere de una revisión ideológica, académica y conceptual de fondo al modelo de estado benefactor. Durante décadas hemos vivido bajo el esquema del Estado paternalista explotador que graciosamente suministra al pueblo lo suficiente para contentarlo, en vez de educarlo y capacitarlo a ser autosuficiente.
Hace falta implementar un modelo de calidad total en el cual el cliente, que es el pueblo, establezca los servicios que espera recibir de su proveedor, que es el gobierno, determinando el precio que quiere pagar por ellos, así como la cantidad y la calidad de los mismos.
Esa concepción, que existe en las naciones democráticas más avanzadas, es la que haría falta para poder interesar al cliente en la adquisición de los servicios que se le ofertan. Si se establece la transparencia propia de la relación competitiva, se vería claramente cuánto despilfarra el proveedor en servicios que no se le han pedido, y quizá tendrían que desaparecer varias secretarías, comisiones y programas gubernamentales.
Y en esto hay que ser claros. En México se están pagando muchos impuestos inútiles debido a que el gobierno se empeña en conservar monopolios paraestatales que más suenan a economía medieval, que al libre mercado que dice profesar. Esto va desde áreas estratégicas para el desarrollo, como la electricidad, el agua, el petróleo, hasta las más elementales como la recolección de basura o la pavimentación.
Abrirlas a la inversión privada crearía eficacia y competencia en precios y servicios, y haría que desaparecieran muchos de los gravosos impuestos que alimentan toda esa burocracia. Dejarlas cerradas de forma retrógrada consagra la corrupción, el retraso y gastos añadidos al cuerpo burocrático que las administra, cuando no le hemos pedido que lo haga así.
Lo mismo sucede en la educación. Si en vez de la derrama piramidal y burocrática de recursos se optara por entregar directamente un bono educativo a las familias, se crearía una competencia por la cual no sólo el cliente podría acudir a la escuela que más le convenza, sino que el dinero, en vez de bajar y crear inmovilización, subiría por la estructura educativa provocando competencia, estímulo y selección. Gran parte de la burocracia saldría sobrando y acabaría por reducirse a la mitad, además con un beneficio sensible para el principal actor de la educación, que es el maestro. Esto sin hablar aún de la posibilidad de inversión privada en materia educativa.
No digamos del monopolio, ostentado por el Banco de México, en la cración del dinero ficticio que tánto daño nos ocasiona. Como clientes, lo primero que la ciudadanía pediría es la circulación de una moneda sólida de valor intrínseco, como la plata, de la que somos de los principales productores mundiales pero la acabamos rematando a precios irrisorios en la bolsa de Nueva York. Ninguna solución gubernamental va a reactivar la economía cuando la población carece de un instrumento popular de ahorro.
Ante la posibilidad de que el exceso de liquidez proveniente de los Estados Unidos pueda comprometer gravemente el ahorro, las autoridades del Banco de México quitaron a los billetes, desde finales de los noventa, la leyenda “pagará a la vista al portador”. Es decir, el gobierno ya no está obligado a redimir nuestros billetes por nada de valor en un momento de caída radical del sistema bancario.
¿Por qué aceptar más impuestos cuando no se ven intenciones ni pasos concretos para reformar esos sectores? ¿De dónde surge la obligación de mantener toda esa burocracia sólo por falta de visión de los gobernantes?
Otro punto es el de la universalidad de la recaudación. Antes de pretender subir los impuestos a quienes los pagan habría que hablar de los millones que no los pagan.
Los vendedores ambulantes y todos los que navegan en la economía informal son ocasionados en gran parte por los impuestos excesivos, pero también por la falta de inteligencia y dedicación de la autoridad fiscalizadora para ampliar la base tributaria.
Cabe recordar que en el primer encuentro oficial entre mandatarios de México y El Vaticano después del restablecimiento de relaciones diplomáticas, celebrado en Roma, el Papa Juan Pablo II reprochó al presidente Zedillo el hecho de que la “recuperación” después del colapso económico ocasionado por el gobierno en 1995, “recaiga sobre la espalda de los más débiles”.
Cabría preguntarnos si el Papa Benedicto XVI no podría amonestar al presidente Calderón exactamente de lo mismo. La situación actual se asemeja a la de los egipcios, que no conocían otro medio que la explotación, y esto señalado por varios premios Nobel y expertos que han declarado que subir los impuestos en momentos de recesión constituye una medida económicamente regresiva, obstaculizante a la recuperación y perjudicial para la población. Por lo mismo, acorde a nuestro análisis, totalmente injusta.
El cliente debe despertarse y sentarse con su proveedor para definir las reglas del negocio. El peligro de estirar demasiado la liga es que ésta se puede reventar.