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Ironías políticas de la democracia

“Olvidando que el pueblo somos todos”

Por el Dr. Héctor San Román A

Analista Sociopolítico

Estamos en el año 2022 confirmando que siglo XXI lo encontramos cargado de ironías políticas, avances tecnológicos y su vertiginoso cambio ha transformado la naturaleza misma del mundo del trabajo; los disparates de los negacionistas del cambio climático; la pandemia, su mortalidad y los antivacunas; el telescopio más poderoso de la historia nos dará datos inéditos universo y del origen de nuestro planeta, mientras crece la enorme desigualdad; pero quizá no haya ironía más grande que enfrentar una nueva realidad bajo el peso de la incertidumbre; por ello en este siglo no podemos olvidar eventos del siglo pasado que trastocaron nuestra vida, ya que mientras los especialistas clamaban el triunfo mundial de la democracia, se desataba una nueva forma de sinrazón gubernamental en el mundo que inauguraría la demolición conceptual de la democracia y su evisceración sustantiva. 

Hoy podemos aseverar que el neoliberalismo fue profundamente destructivo para el carácter y el futuro de la democracia en cualquiera de sus formas, impuso su premisa en un entendimiento de éste, el neoliberalismo, como algo más que un conjunto de políticas económicas, una ideología o un reordenamiento de la relación entre Estado y la economía. Más bien, como un orden normativo de la razón que, a lo largo de tres décadas, se convirtió en una racionalidad rectora amplia y profundamente diseminada, el neoliberalismo transformo cada dominio humano y cada empresa, junto con los seres humanos mismos, de acuerdo a una imagen específica de lo económico. El remplazo de la ciudadanía definida como una preocupación con el bien público por la ciudadanía reducida a ciudadanía como homo oeconomicus, eliminando la idea misma de un pueblo, un demos que afirma su soberanía política colectiva. 

La desigualdad intensificada, la mercantilización y el comercio voraz e insensible, la creciente influencia corporativa en el gobierno, las reformas estructurales, el caos y la inestabilidad económica, sin duda todos son consecuencias de las políticas neoliberales y bastan para ganarse el desprecio y las protestas populares en su contra conocidas como movimientos antiglobalización.

La globalización económica no fue un efecto mecánico de las leyes de la técnica o de la economía, sino el producto de una política perversamente elaborada por un conjunto de agentes y organismos financieros internacionales ordenando la aplicación de reglas deliberadamente creadas para determinados fines, a saber, la liberación del comercio que eliminó todas las regulaciones nacionales que frenaban a las empresas y sus inversiones. Es el mercado mundial, una creación política y el producto de una política más o menos conscientemente concertada. La palabra globalización es, pues, un pseudo concepto descriptivo y prescriptivo a la vez que ha ocupado el lugar de la palabra modernización un eufemismo que permite clasificar las diferentes sociedades según su distancia con los países económicamente más avanzados.

Y en el transcurso de tres décadas de neoliberalismo, la democracia occidental se tornó esquiva, sombría, y su futuro se vio elusivo e incierto. Más que saturar el significado y el contenido de la democracia con valores de mercado, el neoliberalismo atacó los principios, las prácticas, destruyó al sindicalismo aniquilando el poder de la negociación colectiva, las culturas, los sujetos y las instituciones de la democracia entendida como gobierno de pueblo. “Olvidando que el pueblo somos todos”.

Herbert Marcuse señaló en 1961 que la neo tecnología, los bienes de consumo y la liberación sexual habían neutralizado decisivamente el histórico distanciamiento entre el proletariado y el capitalismo, desde aquellos años los trabajadores dejaban atrás el idioma del obrerismo que atraía los viejos términos de conciencia de clase, pero no nos dimos cuenta. Y esa marcha hacia adelante del movimiento obrero, se detuvo en México en la última década del siglo XX. Cuando los responsables sindicales, se convierten en gestores alejados de las preocupaciones de sus representados, pueden ser arrastrados, por la lógica de la competencia, creando división entre la dirigencia y dentro de los propios trabajadores, y al defender sus propios intereses más que los intereses de los que están obligados a defender se rompe la unidad. Ello ha conducido necesariamente a alejar a los trabajadores de los sindicatos y aparta a los propios trabajadores sindicalizados de la participación activa en la organización.

En todas partes, los diversos incidentes de la vida de los pueblos han redundado en favor de la democracia; todos los hombres han ayudado con su esfuerzo, los que se oponían a su triunfo y los que solo pensaban en servirla; los que combatían por ella y los que se declaraban enemigos; todos, en confusa mezcla, se han visto empujamos en el mismo sentido y todos, instrumentos ciegos de las virtudes de la política han trabajado en común, unos a su pesar, otros con gusto. En ese escenario es un bicho raro y aislado el que no le impulsan intereses partidistas ni tampoco el ansía de poder, sino convicciones ideológicas.  

Se podrá quererla o no. No faltarán prejuicios destinados a alabarla sin reservas o a tratar de abatirla con todas las fuerzas.  Pero si una excesiva esperanza prepara la desilusión, los que pretenden impedir que la democracia nazca o los que tratan de destruirla deberían saber que, precisamente al actuar así, trabajan a querer o no, en favor de ella.

Aristóteles consideraba que la participación en la vida de la polis es una expresión de “vivir bien”; la alternancia entre “gobernar y ser gobernados” compartiendo y manejando el poder, se consuma y perfecciona a los miembros de una sociedad política por naturaleza.

La historia nos dice que a lo largo de los siglos ha habido muchas versiones de la superioridad de la democracia y de sus ventajas sobre otras formas políticas. No obstante, la mayoría de ellas tienen poco o nada que ver con un gobierno popular, por el contrario, atribuyen características a la democracia que no le son inherentes; igualdad, libertad, derechos o libertades civiles, individualidad, tolerancia, oportunidades igualitarias, inclusión, apertura, Estado de derecho, solución pacífica con el disentir a políticas del gobierno en turno. Ninguno de ellos pertenece exclusivamente a la democracia definida como “el gobierno del pueblo”.  

Creemos cándidamente que la soberanía del pueblo conjura la amenaza del despotismo, pero la soberanía popular puede convertirse en la tapadera que lo esconde, en la farsa que convierte al pueblo en actor durante el tiempo necesario para elegir a los nuevos amos, a los que unos ciudadanos negligentes, incapaces de asumir responsabilidades, se entregan en cuerpo y alma. De este modo, el despotismo democrático convierte a la nación en un rebaño de animales pastoreado por el gobierno. Alexis de Tocqueville no sólo alerta del peligro, sino que propone soluciones para prevenir los desvíos de la democracia: se necesita una sociedad civil alerta y fuerte, estructurada en asociaciones múltiples que fijen frenos a los poderes públicos, así como una prensa libre, una justicia independiente y una gran descentralización administrativa.

Jean Jacques Rousseau por su parte nos dice: “ De hecho, las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que nada tienen. Rousseau no contempla “que los grados de poder y riqueza sean absolutamente los mismos”. Sin embargo, “en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea bastante opulento como para poder comprar a otro y ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse”

“Señalemos dos territorios peligrosos para la democracia: la corrupción política y el uso de las tecnologías como instrumentos de disrupción autoritaria. Mayor interés tiene la idea de que a la democracia no se la defiende tan solo en el escenario internacional, sino que el lugar donde necesita un esmerado cuidado de los gobiernos y de los ciudadanos es al interior de cada uno de los países que se dicen democráticos”.

Lo que falta, como señala el profesor de Georgetown Anders Åslund, es una organización internacional creíble que sirva para construir el Estado de derecho: “Con demasiada frecuencia, los reformadores honestos llegan al poder durante un período breve, pero reciben pocos consejos relevantes de la comunidad internacional sobre la democracia o el Estado de derecho, y fracasan”.

Pocas cosas mejores se pueden desear para un país, o a una persona querida, que sepa hallar un equilibrio fértil entre ambición elevadora y pragmatismo eficaz.

En le siglo pasado los viejos partidos socialistas se vieron detenidos por sus ideales democráticos; no poseían la falta de escrúpulos necesaria para llevar a cabo la tarea elegida. Es característico que, tanto en Alemania como en Italia, al éxito del fascismo precedió la negativa de los partidos socialistas a asumir las responsabilidades del gobierno. Se negaron a poner entusiasmo en el empleo de los métodos para los que habían abierto el camino. Tenían confianza en el milagro de que una mayoría construyera un plan particular para que la sociedad entera se organizara. Pero otros habían aprendido ya la lección, y sabían que en una sociedad planificada la cuestión no podía seguir consistiendo en determinar qué aprobaría una mayoría, sino en hallar el mayor grupo cuyos miembros concordasen suficientemente para permitir una dirección unificada de todos los asuntos; o, de no existir un grupo lo bastante amplio para imponer sus criterios, en cómo crearlo y quien lo podría lograr.

Hay tres razones fundamentales para que semejante grupo, numeroso y fuerte, con opiniones bastante homogéneas, no lo conforman, probablemente, los mejores, sino los peores elementos de cualquier sociedad. Con relación a nuestros criterios, los principios sobre los que podrá seleccionarse un grupo tal serán casi enteramente negativos.

En primer lugar, es probablemente cierto que, en general, cuanto más se eleva la educación y la inteligencia de los individuos, más se diferencian sus opiniones y sus gustos y menos probable es que lleguen a un acuerdo sobre una particular jerarquía de valores. Corolario de esto es que si deseamos un alto grado de uniformidad y semejanza de puntos de vista, tenemos que descender a los estratos donde los principios morales e intelectuales son más bajos, donde prevalecen los más primitivos, y <<comunes>> instintos y caprichos. 

Esto no significa que la mayoría de la gente tenga un bajo nivel moral; significa simplemente que el grupo más amplio cuyos valores son muy semejantes es el lumpen, pero lamentablemente ese mínimo común denominador reúne el mayor número de personas para hacer mayoría. Si se necesita un grupo numeroso lo bastante fuerte para imponer a todos los demás sus criterios sobre los valores éticos, no lo formarían jamás los de escolaridad altamente diferenciados y desarrollados, sólo quienes constituyen la <<masa>>, en el sentido peyorativo de ese término, los menos capacitados e irracionales, podrán arrojar el peso de su número en favor de sus ambiciones particulares como una nefasta clientela electoral.

Sin embargo, si un dictador potencial tiene que confiar enteramente sobre aquellos que, por sus instintos sencillos y primitivos, resultan ser muy semejantes, su número difícilmente podrá dar suficiente empuje a sus esfuerzos. Tendrá que aumentar su clientela electoral, convirtiendo más gente al mismo perfil de obediencia irreflexiva.

Platón en su estricta homología entre la ciudad y el alma como nos la presenta en su famoso libro “La República”, cada una tiene las mismas partes constitutivas -razón (filósofos), espíritu (guerreros) y pobreza (trabajadores) – y cada una se ordena de modo apropiado o inapropiado de igual forma. Si la pobreza o el espíritu, y no la razón, rigen la vida individual o la política, es a costa de la justicia o la virtud. ¿Por qué hablo de pobreza y no apetito?, es qué hay una nueva homología entre la ciudad y el alma porque sus coordenadas hoy son económicas y no políticas.

Posiblemente la democracia no requiera la participación política universal pero no puede sobrevivir a la ignorancia absoluta del pueblo sobre las fuerzas que dan forma a sus vidas y describen su futuro. Una ciudadanía “manipulada” que lo permite por la mezquindad de sus intereses y pasiones, su admiración al poder y la veneración al Estado, en especial en una época con poderes cuya complejidad no tiene límites, inevitablemente llega a regirse por lo que Alexis de Tocqueville califica como el despotismo “delicado” de estos poderes, incluso si continúa navegando con la bandera de la democracia y se imagina “libre”.

Entra aquí el segundo principio negativo de selección: será capaz de obtener el apoyo de todos los sumisos e incautos, que no tienen firmes convicciones propias, sino que están dispuestos a escuchar un sistema de valores confeccionado y repetido con suficiente fuerza y frecuencia para adoctrinarlos. Serán los de ideas vagas e imperfectamente formadas, los fácilmente moldeables, los de pasiones y delirios prontos a levantarse, quienes engrosarán las filas del partido totalitario.

Con el esfuerzo deliberado del demagogo hábil,entra el tercero y quizá más importante elemento negativo de selección para la forja de un rebaño de seguidores estrechamente adaptados y semejantes. Parece casi una ley de la naturaleza humana que le es más fácil a esa gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva. La contraposición del <<nosotros>> y el de <<ellos>>, la lucha contra los ajenos al grupo, parece ser un ingrediente esencial de todo credo que enlace sólidamente a un grupo para la acción común. Por consecuencia, se lo apropia aquel que busca no sólo el apoyo para una política, sino la confianza de ingentes masas. Una etapa que precede a la supresión de las instituciones democráticas y a la creación de un régimen totalitario. Una monstruosa doctrina encerrada en el relicario de una especie de idealismo fantasioso.

Cuando la autoridad se presenta con apariencia demócrata muestra un encanto tan seductor que puede convertir a los pueblos libres en Estados totalitarios.

Mientras la masa de los ciudadanos del Estado totalitario da muestras de una fascinación creciente hacia un ideal, aunque sea uno que nos repugne, la cual les hace aprobar e incluso realizar tales actos, no puede decirse lo mismo en defensa de quienes dirigen una política bajo los indicios del totalitarismo. La demolición de normas robustas de la democracia va acompañada de los desafíos sin precedentes a la democratización, entre los que se cuentan formas complejas y novedosas de concentración del poder económico y político, verborrea incendiaria, y teatralización de la política.

Para ser un elemento útil en la conducción de un Estado totalitario no basta que un hombre esté dispuesto a aceptar dádivas y cohechos para justificar viles hazañas; tiene que estar activamente dispuesto a romper con toda norma moral, todo código de valores que guíe sus decisiones estará ausente si se considerase necesario para el logro del fin que se le ha encomendado. Como es únicamente el líder supremo quién determina los fines, sus instrumentos carecen de convicciones morales propias. Tienen, ante todo, que entregarse sin reservas a los caprichos del líder; pero, después de esto, la cosa más importante es que carezcan por completo de principios y sean literalmente capaces de cualquier cosa. No deben tener ideales propios a cuya realización aspiren, ni ideas acerca del bien o del mal que puedan interferir con las intenciones dirigidas a controlar no solo el presente, sino también el pasado y el futuro del país, destruyendo sistemáticamente los núcleos de la democracia.

Pensemos por un momento en la etapa que precede a la supresión de las instituciones democráticas y a la creación de un régimen totalitario. En ese punto la general demanda de acción resuelta y diligente por parte del Estado es un elemento dominante en la situación, y el disgusto por la lenta e incómoda marcha del procedimiento democrático convierte la acción por la acción en objetivo. Surge entonces el hombre o el partido político que parece lo bastante fuerte y promete <<hacer cambiar las cosas>> captando la mayor atracción. <<Fuerza>>, en este sentido, no significa solo una mayoría numérica; es la ineficacia y la sumisión de la mayoría parlamentaria lo que nos disgusta a los electores y lo que se buscará es alguien con tan sólido apoyo que inspire confianza en que podrá lograr todo lo que desee y le prometan. Entonces (ojo) surge el logotipo del partido, organizado sobre líneas militares.

Las consecuencias morales de la propaganda totalitaria que se deben considerar son: la destrucción de toda moral social, porque minan uno de sus fundamentos: el sentido de la verdad y su respeto hacia ella.

Por su naturaleza, la propaganda totalitaria en su tareano puede confinarse a ordenar gradualmente los valores, a las cuestiones de interpretación y a las convicciones morales, sobre las cuales el individuo siempre se adaptará, más o menos a los criterios dominantes en su comunidad, sino que ha de extenderse a cuestiones de hecho que operan sobre la inteligencia humana por una vía diferente. Tiene que ser así, primero, porque para inducir a la gente a aceptar los valores oficiales deformados, estos deben justificarse o mostrarse en conexión con los valores ya sostenidos por la gente, lo cual envolverá a menudo afirmaciones acerca de las relaciones causales entre medios y fines; y, en segundo lugar, porque la distinción entre fines y medios, entre objetivo pretendido y las medidas tomadas para alcanzarlo, jamás es en la realidad tan tajante y definida como tiende a sugerirlo la discusión general de estos problemas; y, en consecuencia, la gente tiene que ser llevada a aceptar no sólo los fines últimos, sino también las opiniones acerca de los hechos y posibilidades en que descansan tales medidas en  particular. Y para ello el remedio es la demagogia.

“Democracia”  es el nombre de una forma políticaen que la totalidad del pueblo rige el gobierno y, por consiguiente, a ellos mismos,. Cuál es la mejor manera de lograr esto y mediante qué condiciones y prácticas halagüeñas económicas, sociales, culturales y teológicas, es discutible e históricamente variable, de manera que existen muchas teorías y modalidades de la democracia: directa, representativa, liberal, socialista, libertaria, republicana, social, anárquica, plebiscitaria, etc. Como mínimo, no obstante, la democracia requiere que el pueblo autorice sus propias leyes y las grandes decisiones políticas, sin importar si esto ocurre de modo directo o mediante representantes electos, y también que participen de modo modesto en otros poderes no legales que rigen sus vidas. Cualquier cosa menor a esto implica que el pueblo no gobierna.

La democracia tiene además de sus principios básicos, determinadas condiciones sin las que no puede nutrirse o sostenerse, ni siquiera mínimamente. La democracia si bien no necesita de igualdad social y económica absoluta, no puede soportar extremos grandes y fijos de riqueza y pobreza, porque esa desigualdad socava la obra de legislar en común.

Rousseau respecto a la desigualdad nos señala que: Cuando dichos extremos prevalecen, los valores compartidos se disipan y los poderes y resentimientos de clase se vuelven decisivos, lo que hace que el hecho de combinarse para gobernar en conjunto sea imposible. Precisamente estos extremos entre pobreza y concentración de riqueza han generado en países como el nuestro durante varias décadas a través de la desregulación neoliberal y el desmantelamiento de las instituciones públicas que tenían modestas funciones redistributivas y promovían la igualdad de oportunidades sobre los privilegios heredados. 

De hecho las leyes son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que nada tienen. De donde se sigue que el estado social no es ventajoso a los hombres sino en tanto que poseen todos algo y ninguno de ellos tiene demasiado. Rousseau.

Creemos cándidamente que la soberanía del pueblo conjura la amenaza del despotismo, pero la soberanía popular puede convertirse en la tapadera que lo esconde, en la farsa que convierte al pueblo en actor durante el tiempo necesario para elegir a los nuevos amos, a los que unos ciudadanos negligentes, incapaces de asumir responsabilidades, se encomiendan en cuerpo y alma. De este modo, el despotismo democrático convierte a la nación en un rebaño de animales pastoreado por el gobierno. Tocqueville no sólo alerta del peligro, sino que propone soluciones para prevenir los desvíos de la democracia: se necesita una sociedad civil alerta y fuerte, estructurada en asociaciones múltiples que fijen frenos a los poderes públicos, así como una prensa libre, una justicia independiente y una gran descentralización administrativa, “libre de corrupción”.

Pero tal vez el mayor peligro que acecha a las sociedades democráticas sea la pasión por la igualdad, que reduce con el mismo rasero a todos los individuos, que descabeza lo que sobresale, lo que destaca, lo excéntrico y lo diferente, que la mayoría de los ciudadanos no tolera. Vivimos en una época en la que los caprichos de la mayoría y el poder arrollador de la opinión pública amenazan gravemente la libertad. Ese poder modela sutilmente nuestras mentes, nos oprime y nos coarta sin que nos demos cuenta. La voz de Tocqueville, y la de Stuart Mill o la de Lord Acton, nos anima a luchar contra esa opresión silenciosa que nos hace dependientes de lo que nos dictan los demás, a asumir sin miedos nuestras opiniones y creencias, y a tomar las riendas de nuestras vidas. 

Parece fácil privar de independencia de pensamiento a la gran mayoría. Pero también hay que silenciar a la minoría que conserva una inclinación a la crítica y a las expresiones de duda; ahora vemos por qué la coerción no puede limitarse a imponer su código de conducta sobre el que descansa el plan que dirige toda su actividad política. Si la gente ha de soportar sin vacilación el esfuerzo común, tiene que estar convencida de que sean justos, no sólo los fines pretendidos, sino también los medios elegidos sin trastocar la libertad.

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