Ignacio Ovalle Fernández: Autobiografía de la Cultura del Esfuerzo
Por Ignacio Ovalle Fernández
Director General SEGALMEX
Nací en el seno de una familia humilde o, dicho con más precisión, perteneciente a la clase media baja. Mi madre se desempeñó siempre sólo como ama de casa, eso sí, muy eficaz, pero, sobre todo, amorosa y dulce al extremo. Gustaba de la lectura, pero en casa no se disponía de sobrantes para andar comprando libros. Había otras urgencias. En su juventud soñó con ser bailarina de ballet, pero quedó huérfana desde muy chica y con ello aquel sueño simplemente se disipó. Se casó muy joven con mi padre, quién era un modesto médico familiar que luchaba duro por ganar el sustento. Nuestra condición era precaria. Recuerdo que de niño vi llorar a mi padre por no ajustar, en alguna ocasión, para lo más elemental, que era la comida. Esta estrechez era disimulada con el mayor decoro que era posible, sobre todo porque mis progenitores se sentían realmente orgullosos de sus dos hijos -mi hermano y yo- y nos infundían aprecio por el estudio y valores para, como decían, poder llegar lejos. Alimentaban el anhelo de que fuéramos profesionistas y, finalmente, lo lograron; mi hermano Francisco Javier, como médico, y yo, como abogado. Pero no lo lograron solos, sino gracias a la UNAM. Por eso, para el autor de este testimonio, la función de esta gran Universidad no se puede circunscribir a la excelencia de sus cátedras, la expansión de sus instalaciones o en la modernidad de sus laboratorios. Todo eso, sin la dimensión social que le permita estar siempre abierta para que a ella ingresen alumnos de escasos recursos valdría poco, pues magnificencia también pueden lograrla las instituciones privadas. En cambio, buscar la mayor calidad educativa, propiciando al mismo tiempo la capilaridad social hace de la UNAM una de las más nobles instituciones mexicanas. En otros términos, como joven sin recursos económicos, ni en los más aventurados sueños hubiera podido terminar estudios profesionales como los ansiaron mis padres. Poco apoyo debo mencionarlo, la economía familiar prosperó pero no más allá de la clase media.
Así pues, lo arriba dicho describe la enorme deuda que tengo con nuestra amada Universidad. Eso es para mí, sin sombra de duda, lo principal, por lo que estimo que a ello deben seguir brindando la mayor atención, tanto las autoridades propiamente académicas como las de la Fundación UNAM.
Sin embargo, hay otras cosas que me dio la Universidad. Hice mis estudios preparatorios en el Colegio de San Ildefonso y en sus patios adquirí el hábito febril por la lectura, que desde entonces no me ha abandonado. También ahí sentí las primeras llamadas a la actividad política. Con un grupo de amigos fundamos una organización que me llevó a ser presidente de mi generación y de la sociedad de alumnos. Igualmente fue en esos bellos espacios donde experimenté mis primeros enamoramientos y sentí clavárseme, también por vez primera, las dulces garras de ese hermoso tigre agazapado que ataca sin previo aviso a sus gozosas víctimas: el sexo.
Tras dos años accedí a la Facultad de Derecho y ahí quise renovar mis aires de novel político. Sin descuidar mis estudios, me lancé a una campaña para ser presidente de mi generación de abogados sin sospechar que ese lance me llevaría a asimilar una importante lección de vida: la modestia. Había realmente posibilidades de ganar aquella lucha, pero tenía enfrente a un contrincante formidable con semejantes posibilidades de triunfo. Civilizadamente acordamos reunirnos y conversar. Cuando lo hicimos descubrí algo que me ha servido mucho en la vida: verme con objetividad no sólo desde fuera, sino principalmente, desde adentro. A medida que avanzó nuestra charla fui descubriendo que mi adversario estaba animado por intenciones más sanas que las mías. Tenía realmente un ideario y un programa, quizá difícilmente realizable desde su condición de simple alumno, pero eran, a fin de cuentas, un ideario y un programa. Yo, en cambio, creo que básicamente actuaba por inercia, animado por el apetito de seguir desempeñando un papel protagónico como lo había hecho en mi etapa preparatoriana. Me llevó unos días hacer un serio examen de conciencia y llegar a la conclusión de que mi rival era mejor candidato que yo y decidí apoyarlo. Ganó la elección y desde entonces, hace más de 55 años, en uno de mis más entrañables amigos. A la distancia veo que aquella elección estudiantil fue lo que menos, pues no creo que nadie de nuestros condiscípulos se acuerde de ella. Pero la enseñanza que recibí fue ingente y perenne, y se podría resumir así: lucha sólo por principios y serás feliz cualquiera que sea el resultado.
Como puede apreciarse, el campus universitario me dio mucho más que educación formal, me regaló formidables experiencias vitales. Por supuesto tuve excelentes maestros. Sus nombres resonaban en mi conciencia como si fueran los de las calles de mi ciudad o de ciudades enteras. Eran mis héroes epónimos. No recuerdo los nombres de todos, pero por todos tuve sincera admiración y a todos respeté escrupulosamente: Méndez Rostro, García Máynez, Floris Margadant, Rojina Villegas, Ibarrola, Tena, Serra Rojas, Mario de la Cueva, Mendieta y Núñez, Gabino Fraga, Trueba Urbina, Recaséns Siches, Ignacio Burgoa, y varios apellidos más quedaron presentes en mi conciencia y en mi inconsciente a través de las lecciones presenciales o a través de sus textos. Ese macizo de brillantes profesores jugó un papel crucial en mi formación profesional y humanística.
La vida me llevó después por diversos senderos. Uno de ellos fue la actividad administrativa y política, donde, quizá inmerecidamente, desempeñé algunos cargos de cierta relevancia en el gobierno federal. También, por 20 años, derivé hacia el magisterio por mi propia cuenta, viviendo 20 años de impartir cursos y conferencias sobre ética y valores humanos. En todo este trayecto, la formación que recibí en aquellas aulas, que ahora homenajeo, estuvo siempre presente como un abrevadero y un acicate.
Esta es pues, la historia de un estudiante pobre que puso subir algunos peldaños merced a la función social -sin duda la principal función- de esta gran Universidad. Las gracias te doy UNAM, por mí, por los jóvenes de precaria economía que puedan acceder a tu campus y, ¡claro esta!, por mis progenitores y por mi hermano, quienes, acaso, desde algún plano inescrutable hoy te sonríen también con gratitud.