Encriptado en vida. Presentación del “Fondo Porfirio Muñoz Ledo” del programa “Archivos para la Historia contemporánea”
Por Porfirio Muñoz Ledo
Palacio de Lecumberri, 26 de marzo del 2009.
Me honra en verdad este acontecimiento por la parte que me concierne y me entusiasma por la incidencia que el programa anunciado tenga en el robustecimiento de la conciencia nacional. Ser encriptado en vida es una penosa experiencia, un tanto lúgubre, pero finalmente esclarecedora y saludable. Esperamos que también servicial a la mejor comprensión de nuestro pasado.
Aquí queda uno sepultado y expuesto, mas no destruido -como en las civilizaciones ceremoniales. En la matriz de nuestra cultura madre, Xipe Totec -el desollado- encarna el deshojamiento de los hombres y las generaciones. Paradigma de la fragilidad cósmica y la sensibilidad a flor de piel de los antiguos mexicanos. Igualmente, de su confianza en nuevas primaveras, engendradas en el limo de los follajes vencidos.
Privacidad y República: he ahí extremos que definen esta ceremonia. Su síntesis tal vez sea la pérdida de la virginidad documental como requisito imprescindible de avance democrático. La difusión de los hechos cuya naturaleza es pública; esto es, que por definición son patrimonio de todos. Si se quiere: claridad contra oscurantismo, bienes -y males- comunes contra hermetismo feudal, o simplemente, sabiduría contra ignorancia.
Mis andanzas por otras épocas y países y mi exploración de diversos sistemas de gobierno me han anclado en la convicción de que sin conciencia compartida no hay nación y sin memoria no hay democracia. El sustento de la polis-cuna original de la ciudadanía- más que la melodía estremecedora de los himnos, es el conjunto de referentes y certidumbres comunes.
El autoritarismo se funda en la cultura del secreto y en la fuerza inapelable de la verdad revelada. Los regímenes palaciegos confían el dogma a mecanismos de reproducción política concebidos para la obediencia de los súbditos y la perpetuación de poder. Domestican o reprimen el pensamiento crítico y sólo dejan al resentimiento social los espacios del rumor, la sátira y la maledicencia. De tiempo en tiempo, las revoluciones hacen estallar esos circuitos de la complacencia quejosa, pero fatalmente subordinada.
Semejantes reflexiones, que se antojan tan propicias en las vísperas de los recordatorios de 1810 y 1910, animaron las conversaciones que hace cuatro años sostuve en este recinto con el responsable principal del proyecto que nos reúne: Jorge Ruiz Dueñas. Acababa yo de impulsar, en enero del 2005, un episodio más de mi más conocida obsesión: la Reforma del Estado.
Había ocurrido un acto solemne y alentador, en el Campo Marte, durante el cual poderes y partidos renovaron el compromiso de acometer esa tarea fundacional para el país. El sitio escogido para los diálogos: amplio, discreto y fortificado, fue éste añejo Palacio de Lecumberri. Las agendas precisas, las iniciativas consistentes, los intercambios cordiales y – como siempre- los resultados nulos, en ausencia de genuina voluntad política.
El director me habló de un proyecto institucional que alentaba: la promoción de este programa de Archivos Contemporáneos de México, a efecto de restablecer la continuidad natural de los testimonios sobre nuestro pretérito y nuestro presente. Empeño por facilitar a los interesados el acceso a fuentes directas de investigación y contribuir al ensanchamiento de una cultura ciudadana fundada en la verdad pública.
Recorrimos el panorama de los archivos mexicanos: la mayor parte en domicilios privados, fundaciones y asociaciones; expuestos al olvido, a la rapiña y a la incuria. Otros – de mandatarios mayores- inhumados en mausoleos extravagantes, donde abundan obsequios, diplomas, retratos y despliegues de libros encuadernados, pero donde los documentos no aparecen por ninguna parte.
El camino, como quería Justo Sierra, apuntaba hacia la nacionalización del saber, o al menos, la socialización de los objetos del conocimiento. Aligerar a los descendientes de un fardo de complicada manutención y restringida consulta y fortalecer la dimensión educativa de las instituciones encargadas de custodiar nuestro patrimonio.
Contribuyeron en mucho a este feliz desenlace coincidencias académicas con Javier García Diego, Presidente de El Colegio de México, cuyo determinante patrocinio agradezco. Profesores ambos de ese noble establecimiento durante largos años: él de historia de la Revolución Mexicana y yo de instituciones y procesos políticos, habíamos encontrado semejantes obstáculos al escudriñar etapas recientes del acontecer nacional.
Tuvo la iniciativa de celebrar el evento este 26 de marzo -aniversario del Plan de Guadalupe- recordando acaso mi reiterada prédica por un nuevo constituyente. Le aseguré que, a pesar de la coincidencia, no sería mi objetivo esta vez lanzar una proclama levantisca, sino una reflexión serena sobre el valor del recuento –de sucesos y de votos- como inspiración de acciones futuras.
Semejante experiencia de tropiezos con los muros del silencio y los meandros del disimulo ha sido compartida- según lo ha dicho- por Carlos Martínez Assad, cuya aproximación a nuestra realidad se ha enfocado en ocasiones hacia períodos y fenómenos aun más cercanos en el tiempo.
Sabemos todos, para decirlo en palabras de mi maestro Maurice Duverger, que una barrera infranqueable para los estudiosos son las cajas fuertes de los políticos. Los del México contemporáneo no fueron especialmente proclives a ofrecernos revelaciones escritas ni biografías creíbles. Hay excepciones notables, sobre todo de militantes de oposición o de altos funcionarios con responsabilidades específicas. Pero de los secretos de Estado no existe rastro.
Son por ello plausibles los frutos de la historia oral. Aludo en concreto a la obra de James Wilkie, primero “México en el Siglo XX” y luego los cuatro tomos editados por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ahí, personajes significativos son llevados por el arte de la entrevista a entregarnos piezas claves de interpretación histórica y con frecuencia reconstrucciones verosímiles del inmediato pasado.
Por cierto, el interrogatorio más prolongado de cuantos haya emprendido fue conmigo- en la apasionante coyuntura de 1987-1988, que una vez compactado, verá la luz a finales de año. He imaginado que la segunda parte –de entonces a la fecha- podría enmarcarse dentro de este programa e inaugurar el espacio para una introspección colectiva sobre las dudosas virtudes y las fallas amenazantes de la transición que auspiciamos.
Pienso que el llamado a las personalidades públicas para que engrosen este acervo debiera traducirse en la organización de ilustrados debates sobre los testimonios conjuntados. Un seminario permanente en torno al entramado cultural, político, económico, social e internacional que informan el presente mexicano. Con el concurso de todas las voces relevantes, pero presidido por el rigor de una historiografía profesional.
Además de los acervos ya adquiridos: la memoria fotográfica de la revista Tiempo y los tres millones de fichas del Instituto de Estudios políticos, procesadas por Jaime González Graf. Aplaudo la decisión de trasladar a este Archivo los documentos de Adolfo Aguilar Zínser, hasta ahora guardados por el Colegio de México. Me anima la certidumbre de que otros muchos se sumarán, a efecto de poblar con testimonios plurales y valiosos la nueva sede de la institución.
Queridos amigos:
Probablemente el hecho más destacado de mi trayectoria lo constituya ser hasta hoy el único mexicano viviente cuyos testimonios documentales han sido entregados al acervo de la nación. De modo además irreversible. En su acepción más cabal: aquí les dejo mi pasado y mi vida no tiene regreso.
En varios sentidos, ésta ha sido una empresa cooperativa. No aludo tan solo a los destacados colaboradores y compañeros que han alimentado con su pasión y talento mis andares en la función pública- a muchos de los cuales agradezco su presencia en esta sala. Me refiero a quienes se interesaron en reunirlos y clasificarlos con modestia, devoción y perseverancia.
Las fichas biográficas dilatadas, decía el maestro Jaime Torres Bodet, sólo reflejan la obra implacable del tiempo. Así, la acumulación de testimonios impresos y recordatorios gráficos. Por mi parte, jamás tuve afición al coleccionismo. Eso sí, una educación en extremo ordenada me indujo al trato cuidadoso con todos los objetos y respetuoso con aquellos que reflejan el quehacer del espíritu humano.
Contribuyó también, en su vertiente patriótica, al surgimiento de una temprana vocación política y de ahí a pensar que los documentos de toda naturaleza que dejaban constancia de ideas, labores y sucesos podarían adquirir relevancia insospechada con los años. Dibujarían al menos la huella de un esfuerzo individual y generacional por transformar al país. Tal vez no de su éxito, pero sí de su congruencia y dirección.
Viene a mi mente la visita que efectué hace veinte años a los archivos del general Francisco J. Múgica en Jiquilpan. Dispuestos con sencillez, pero alentados por una aspiración inocultable de grandeza, Ahí conviven recuerdos de memorables hazañas con minucias de la vida cotidiana. Todos aportan al retrato de un hombre y de su paso afanoso y creativo por el escenario del país.
En lo personal había sido particularmente adicto a sistematizar, como alumno y como profesor, mis notas de curso y mis fichas de investigación. A partir de la primera encomienda de funcionario, en la Secretaría de Educación Pública, el gusto por el testimonio adquirió el sesgo de responsabilidad en el ejercicio del cargo.
Así fue repitiéndose en cada una de las tareas que he desempeñado: en la administración federal, la diplomacia, el parlamentarismo, la rebeldía cívica, la comunicación, la conducción de partidos y la coordinación de frentes políticos. Alcanzó episodios culminantes al asumir la carga de presidir el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, o bien en la fractura del sistema político y el lanzamiento del proyecto frustrado de reinventarlo
A la preocupación por conservar los vestigios de la faena se añadió la curiosidad por escudriñar antecedentes, elaborar análisis comparados, crear centros de documentación y divulgar publicaciones relativas a cada esfera de trabajo. Algunos de estos esfuerzos han sido aquí narrados- de modo ilustrativo- por Fernando Zertuche, que a su probidad de amigo y funcionario, aúna su dedicación a la historia.
También corrieron parejos con el prurito de la innovación y la pulsación del cambio. Los interesados podrán descubrir fragmentos numerosos de arquitecturas inconclusas y algunos de faenas culminadas. Planes e iniciativas junto a dudas intelectuales, posiciones ideológicas, debates políticos o informes de ejercicios cumplidos.
Difícilmente hallarán piedras de escándalo, no porque las haya ocultado, sino porque no existen – entregué todas mis cajas, sin abrirlas ni expurgarlas. Podrán quizá rastrear los hechos que explican relevantes decisiones vitales; sobre todo mis rupturas y renacimientos. Estimo que también ayudarán a disolver ciertos mitos difamatorios que- infaliblemente- acompañan las trayectorias públicas.
Cabría pensar que este acervo obedece a los cánones de la transparencia. En un sentido ético, desde luego y también por sus implicaciones prácticas. Pero no a una moda ni al acatamiento de ley alguna. Tengo para mí que la develación de los actos públicos no clausura el engaño ni hiende la coraza de nuestra ancestral corrupción. Sólo la exhibe y en cierta manera la consagra y banaliza.
El derecho ciudadano a conocer los usos y abusos del poder es indiscutible e inalienable. Proporciona además informaciones útiles, satisface morbos, nutre campañas y hace las delicias del periodismo. Pero desatiende la rendición de cuentas, el castigo de las faltas y la corrección de las conductas. Sólo una renovación tajante de la moral pública y un andamiaje institucional insobornable harían posible remontar la infamia.
Amigos míos:
Al disculparse de asistir a esta ceremonia por su delicada salud, un entrañable coetáneo me felicitó: reconforta que hayas puesto en orden tu vida, cuando menos en el papel. Le respondí- en amables palabras- que no busco forma alguna de redención, sino que el honesto propósito de esta donación es afrontar con hechos palmarios la posteridad.
No estamos inaugurando un “bazar de asombros”- como titula a sus trasiegos Gutiérrez Vega- pero tal vez sí un alacena de sueños. La mayor parte nunca realizados. Junto a muchos de mis contemporáneos –los de Medio Siglo- arribo a un horizonte en que, a despecho de las victorias conquistadas y de los lauros cosechados, hiere la deuda inmensa que tenemos con la nación.
En tal designio estoy comprometido hasta el tuétano. Confío en que abrigarán la benevolencia de recibir y de acopiar las pocas cajas que aun me falten por nutrir. Los últimos episodios, espero que aun fructuosos, de un transcurso existencial.
Muchas gracias a todos.