El valor de la confianza
Es vital para la efectividad de las políticas, destaca al recibir el Premio de Economía Rey de España el Dr. Agustín Carstens
Representa para mí un altísimo honor recibir el Premio de Economía Rey de España, el cual es el galardón más importante para personalidades españolas y latinoamericanas dedicadas a la disciplina. Mi gozo no sólo se deriva de recibir el premio de manos de Su Majestad, sino también de que mi selección haya sido el resultado de una amplísima deliberación de un jurado de gran prestigio profesional.
Este premio, auspiciado por la Fundación José Celma Prieto, invita a la superación y a la excelencia a los economistas de Iberoamérica. Sin duda, esa invitación cayó en tierra fértil en mi caso. En 1992, el premio le fue otorgado a Miguel Mancera Aguayo, Director General del Banco de México. En ese entonces tuve la oportunidad de intercambiar opiniones con Miguel sobre su discurso de aceptación. Pero la mayor enseñanza que derivé de ese episodio fue la realización de que sí se podía destacar como mexicano en el ámbito internacional con base en el trabajo dedicado y el aprendizaje continuo. Le doy las gracias a Miguel Mancera y a la Fundación por esta inspiración que me ha acompañado durante los últimos treinta años. Por supuesto, también quiero agradecer a mi familia -en particular a mi esposa Catherine y a mi madre- por su gran apoyo durante toda mi carrera profesional.
Tal como se deriva del anuncio emitido por la Fundación sobre la concesión de este galardón, el jurado se pronunció a mi favor por mi desempeño como funcionario público involucrado en el quehacer de política económica. De hecho, yo me considero un practicante de la economía. Esto no significa un rechazo a la teoría económica, sino todo lo contrario. No se puede hacer política económica efectiva sin la habilidad de traducir ideas teóricas a la práctica, lo que implica considerar dimensiones como el ambiente político, las necesidades sociales, la complejidad del mundo real y las limitaciones prácticas. A la vez, la ciencia económica no puede avanzar sin aprender de las políticas públicas adoptadas. Con frecuencia se presentan circunstancias en las que la práctica avanza más rápido que la teoría. Al final del día, se debe crear un círculo virtuoso entre teoría y práctica.
Mi formación como economista me preparó para navegar ágilmente entre el espacio teórico y el práctico. Ingresé al Banco de México en 1980, aún siendo estudiante de la carrera de Economía en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Me inicié como operador cambiario, lo cual resultó ser una actividad apasionante. Empecé a entender cómo funcionaban los mercados y cómo estos interactuaban con la política económica. Pero en un sentido más amplio fue una experiencia traumática. Desde finales de los setenta y hasta septiembre de 1982, México acumuló múltiples desequilibrios macroeconómicos que culminaron con el agotamiento de las reservas internacionales, el abandono de la fijación cambiaria, la imposición de un control generalizado de cambios, incumplimientos en nuestra deuda externa y la nacionalización del sistema bancario. Fue una crisis fiscal, bancaria y cambiaria. Todo voló en pedazos. Este episodio marcó profundamente mi vida profesional. Me surgió la gran preocupación sobre la capacidad de los países de prevenir crisis financieras sistémicas, preocupación que no me ha dejado hasta la fecha.
Sin reservas internacionales y con un control general de cambios, no había mucho que hacer como cambista. Por fortuna, en octubre de 1982 recibí la oportunidad de hacer un doctorado a la Universidad de Chicago, en parte gracias a una beca/crédito que me fue otorgada por el Banco de México. Esto me permitió tomar clases y participar en seminarios con múltiples Premios Nobel, pero también con grandes profesores que nos impulsaban a pensar cómo podíamos contribuir a resolver los problemas económicos más apremiantes.
A finales de 1985, una vez concluido mi doctorado, me reincorporé al Banco de México y nuevamente opté por el área operativa sobre la de investigación económica. En particular, me sumé al gran esfuerzo lidereado por el instituto central de modernizar los mercados financieros clave para la macroeconomía del país.
Después de la crisis de 1982, México adoptó un régimen cambiario múltiple, por supuesto aparejado con un amplio control de cambios. Sobra decir que fue un régimen sumamente ineficiente, por lo que poco a poco evolucionó a uno con un tipo de cambio unificado sujeto a una depreciación predeterminada. La política monetaria no podía seguir operando únicamente con base en objetivos cuantitativos de agregados monetarios, pues estos fueron perdiendo su habilidad de anclar efectivamente la inflación. Se tuvo que evolucionar de políticas monetarias, cambiarias y bancarias basadas fundamentalmente en la determinación por la autoridad de los principales precios financieros de la economía -el tipo de cambio y las tasas de interés- a otras que gradualmente respetaran la flexibilidad de dichos precios y su determinación por la oferta y la demanda en mercados que había que terminar de desarrollar. Este esfuerzo duró hasta finales de los noventa y fue sumamente exitoso, pues gracias a él México es hoy uno de los países emergentes que cuentan con la infraestructura de mercados más avanzada.
Tener un buen grupo de economistas técnicamente solventes, pero también expuestos a las trincheras de los mercados, es de vital importancia. Los mercados financieros hacen una gran contribución en la evaluación de las políticas, lo que con frecuencia lleva a la adecuación de las mismas. Una de las características salientes de dichos mercados es que diariamente juzgan a las políticas implementadas y emiten un veredicto sobre si son creíbles o si requieren afinación. El reto radica en tener la habilidad de extraer las señales adecuadas del cúmulo de información que emiten cotidianamente los mercados.
Durante los últimos años de los ochenta y los primeros de los noventa, México llevó a cabo muchas reformas estructurales: la autonomía del Banco de México, la apertura comercial, la desregulación de muchas actividades internas, la privatización de empresas públicas y de la banca, la creación de la autoridad de competencia económica y la apertura a la inversión extranjera, incluyendo la que tuviera como destino la deuda pública interna. También renegociamos nuestra deuda externa en términos de mercado (Plan Brady), que fue la primera restructuración de este tipo y que posteriormente fue emulada por decenas de países emergentes.
Uno hubiera pensado que, a la luz de las reformas mencionadas y en particular con un banco central autónomo, México entraría por fin a una etapa prolongada de inflaciones bajas y estables. Lamentablemente tuvimos que pasar antes por una crisis más.
Las reformas descritas atrajeron una gran cantidad de flujos de capital de corto plazo, que fueron mayoritariamente canalizados a valores gubernamentales y a las entidades bancarias. Desafortunadamente se fueron fraguando en paralelo debilidades en el sistema bancario y también fiscales. Estas vulnerabilidades resultaron fatídicas a la postre, en particular cuando el Banco de la Reserva Federal de los Estados Unidos decidió, a comienzos de 1994, aumentar secuencialmente su tasa de interés de referencia. Esto, junto con algunos eventos de inestabilidad política, hizo que se erosionara la confianza en el régimen cambiario, precipitándose un ataque especulativo fulminante contra la moneda nacional. El compromiso cambiario se tuvo que abandonar, suscitándose la primera crisis financiera moderna entre muchas que posteriormente se han dado en países emergentes.
Por esas fechas por fin llegué a terrenos más propios de economistas: La Dirección General de Investigación Económica del Banco de México. Dadas las circunstancias por las que atravesaba el país, nos tuvimos que sumar de lleno a la gestión de la crisis. Una de las partes más complicadas fue el saneamiento del sistema bancario, que reportó un costo aproximado para el erario público de 15% del PIB. No menos retador, y sin duda más importante para el Banco, fue el diseño e implementación de un régimen monetario y cambiario que realmente funcionara como ancla nominal de la economía.
Hasta entonces, y durante muchas décadas, la pieza angular del anclaje nominal de la economía mexicana había sido algún compromiso cambiario. Pero la crisis de 1994 dejó claro que esto ya no era posible. Con la liberación de flujos de capitales y el desarrollo exponencial de los mercados financieros, los principales flujos de divisas se tornaron mucho más volátiles. De ahí que fuera inevitable adoptar un régimen cambiario de libre flotación.
En 1994 iniciamos una estrategia que todavía buscaba controlar ciertos agregados monetarios, por supuesto ya sin financiamiento del Banco de México al gobierno federal. Pero poco a poco fuimos transitando a un marco más moderno que dependiera plenamente del manejo por parte del banco central de una tasa de interés de referencia con objeto de influir en las condiciones financieras de la economía. Esto nos llevó a converger unos años más tarde a un esquema de objetivos de inflación que, por lo general, ha producido niveles bajos y estables de la misma, en línea con el mandato prioritario del Banco.
El andamiaje monetario que se levantó desde entonces, junto con la consolidación de los fundamentos macroeconómicos en materia fiscal y bancaria, continúa sirviendo bien a la economía mexicana. Prueba de ello es que el país ha podido enfrentar con solvencia las dos mayores crisis financieras mundiales desde los años veinte del siglo pasado: la crisis financiera global de 2008 a 2010 y la más reciente asociada a COVID y al conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Sin duda dichas crisis se notaron en México, pero no descarrilaron a la economía. Esto ilustra la importancia de seguir afianzando esos fundamentos.
A finales de los noventa, armado con los conocimientos teóricos y prácticos que acumulé durante veinte años, me llegó el momento de desplegar las alas y abandonar temporalmente el nido del Banco de México. De 1999 a 2009 desempeñé distintos cargos en el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP). En el FMI fui primero Director Ejecutivo, honrosamente representando los intereses de España, México, Venezuela y la mayoría de los países de Centroamérica; después fui Subdirector Gerente, llevando la relación del Fondo con setenta países de todo tipo. En la SHCP fui Subsecretario del Ramo y Secretario (Ministro), donde me involucré en todos los aspectos de las finanzas públicas. También fui responsable último de la supervisión y regulación del sistema financiero. A partir de 2010 regresé al terreno conocido de la banca central, primero como Gobernador del Banco de México y más recientemente como Director General del Banco de Pagos Internacionales.
Mis actividades desplegadas durante los últimos 23 años han sido tan amplias y variadas que después de varios intentos he desistido de presentarles una sucinta narrativa de mis principales experiencias en ese lapso. Simplemente no supe por dónde empezar. Pero a cambio, he optado por otro camino que le da continuidad a este discurso, el cual consiste en responder una pregunta: basándome en la experiencia acumulada durante mi vida profesional, ¿qué elemento identificaría como el ingrediente fundamental para asegurar el éxito de las políticas públicas? El concepto envolvente que resume mi respuesta es el inmenso valor que reviste la confianza de la sociedad en las políticas públicas.
Es pertinente comenzar por definir el concepto de confianza en las políticas públicas. Se podría decir que corresponde a la expectativa de la sociedad de que las autoridades actuarán de manera predecible en la persecución de objetivos predefinidos y que además serán exitosas en su cometido.
¿Por qué es importante la confianza? Si el público la tiene en el actuar de las autoridades, incorporarán dichas acciones en la determinación de su propio comportamiento. Como resultado, aumenta la probabilidad de que las autoridades consigan sus objetivos. Además, la confianza alimenta la legitimidad de las políticas. Con ella, el público estará más dispuesto a aceptar acciones que impliquen costos en el corto plazo a cambio de beneficios en el largo. En pocas palabras, la confianza es vital para la efectividad de las políticas.
Ahora bien, la confianza se adquiere encadenando cumplimientos de objetivos. De ahí la importancia de establecer metas de política claras, pues proveen una referencia contra la cual las acciones de política pueden ser evaluadas: el éxito o el fracaso de las mismas se puede identificar. Pero establecer objetivos únicamente no es suficiente. Las autoridades deben también tomar acciones decisivas en persecución de los mismos, en particular cuando el entorno cambia.
También existe un proceso de retroalimentación positivo en la dinámica de la confianza. Si las políticas son efectivas y legítimas, será más fácil para las autoridades la consecución de sus objetivos, lo que a su vez retroalimenta la confianza, entrando así en un círculo virtuoso. Sin embargo, esta dinámica también puede operar en sentido inverso y, en ocasiones, a gran velocidad. En el extremo, si la confianza se evapora, la capacidad de hacer políticas públicas efectivas desaparece. Por tanto, un reto permanente es preservar la credibilidad, lo que requiere que haya consistencia intertemporal en las políticas públicas. Para este propósito los arreglos institucionales pueden ser muy valiosos.
Quisiera ilustrar el valor de la confianza con algunos ejemplos. Empezaré con uno relacionado con el aspecto más fundamental de la banca central: la naturaleza del dinero. La convención social del dinero, como hoy lo conocemos, se sustenta en la confianza que le dispensa el público. Y siendo el dinero el embrión de todo el sistema financiero, la estabilidad de este último depende por tanto de la confianza.
El dinero fiduciario es un activo que no tiene valor intrínseco. Su valor se desprende de la convención social que lo respalda, junto con la institución que permite su operación, es decir el banco central. El dinero sólo tiene valor hoy si el público tiene la confianza de que otros van a honrar ese valor, hoy y en el futuro. Esto asegura que cuando una persona lo quiera utilizar tenga la certeza de que va a ser aceptado y que habrá firmeza en el pago. Por tanto, su valor se deriva de la confianza. De ahí el enorme poder que comanda quien emite el dinero. Sin embargo, dicho poder conlleva una gran responsabilidad: quién hace mal uso de la capacidad de emitir moneda, despoja al dinero de su valor y la sociedad lo rechaza.
Existen muchos episodios que documentan fehacientemente las nefastas consecuencias que resultan cuando el Estado abusa del privilegio de emitir dinero. Estas pueden ir desde altas inflaciones y acusadas depreciaciones cambiarias, hasta el abandono en las transacciones de la moneda nacional en favor de una extranjera (dolarización) y, en el extremo, el regreso al trueque (en procesos hiperinflacionarios). La consecuencia final sería una severa inestabilidad financiera, con altísimos costos para la sociedad en términos de crecimiento económico, empleo, distribución del ingreso y riqueza. Todas estas manifestaciones de la pérdida de confianza en el dinero han sido la motivación principal para la creación de bancos centrales autónomos. Después de todo, estos últimos no son otra cosa más que una institución dentro del Estado con el mandato prioritario de preservar el poder adquisitivo de la moneda nacional. La autonomía es la ingeniería social para apuntalar la confianza de la sociedad en el banco central.
Como segundo ejemplo, considérese lo que las autoridades monetarias deben constantemente hacer para preservar la confianza en el dinero. Deben adoptar esquemas monetarios que les permitan anclar las expectativas de inflación y así preservar el poder adquisitivo de la moneda que emiten. Durante las últimas décadas, la mayoría de los bancos centrales han convergido a un régimen de objetivos de inflación. El Banco de España pasó por él, y tanto el Banco de México como el Banco Central Europeo, en sus propias versiones, lo están aplicando hoy en día. ¿Pero en qué consiste?
Los bancos centrales no controlan directamente la inflación. Sin embargo, sus instrumentos de política tienen el potencial de influir sobre el comportamiento de la misma. Mediante el régimen de objetivos de inflación, el instituto emisor se compromete a utilizar sus instrumentos para conseguir las metas. Si el público confía en que el banco central hará lo que se requiere para mantener la inflación cerca de su objetivo, éste se vuelve una referencia fundamental que la sociedad incorpora, en lugar de la inflación contemporánea, en sus decisiones de precios y salarios, llevando a una inflación baja y estable. En ese estadio de la naturaleza las variaciones de inflación suelen ser transitorias y reflejan fundamentalmente cambios de precios relativos. La inflación muestra una dinámica autoequilibrante.
Las lecciones que se desprenden de este proceso contienen advertencias para el futuro. La confianza ganada puede perderse si a la sociedad le entra la duda sobre el compromiso del banco central con el objetivo de mantener la estabilidad de precios. Esta es una de las razones por la cual la reciente elevación de la inflación en prácticamente todos los países del mundo es motivo de preocupación. Algunas generaciones viven por primera vez el riesgo de que la economía transite a un estadio de la naturaleza con inflaciones elevadas. Esta transición puede cobrar inercia -una vez que empieza se vuelve cada vez más complicado pararla. Por tanto, considero un verdadero acierto el que la mayoría de los bancos centrales del orbe hayan entrado a una etapa restrictiva de la política monetaria mediante mayores tasas de interés para restablecer la estabilidad de precios. Esta respuesta contundente debe perdurar hasta que el trabajo esté hecho. Preservar la confianza requiere de resolución, perseverancia y éxito en el cometido.
El tercer ejemplo versa sobre la confianza que debe comandar el dinero bancario. Es bien sabido que el dinero emitido por el banco central, conocido como dinero primario, no es el único que circula en una economía moderna. El dinero bancario, resultado del proceso de intermediación de la banca comercial, es fundamental en el sistema monetario. Este tipo de dinero se manifiesta en depósitos y créditos bancarios. Para la gran mayoría de la sociedad, el dinero primario y el bancario resultan indistinguibles, lo cual no es fortuito. A través de los años se han venido desarrollando arreglos institucionales con el objeto de procurar que la confianza de la sociedad en el dinero primario se replique en el bancario.
Un sistema monetario de dos pisos es la pieza fundamental. Los cimientos los pone la banca central y en el primer piso está la comercial. La clave radica en que los pagos interbancarios se concilien irrevocablemente al final del día en el balance del banco central, mediante el intercambio entre los bancos comerciales de dinero primario. Esto garantiza la firmeza de los pagos y la unicidad del dinero bancario. La conciliación final diaria del sistema bancario en el banco central es posible gracias a la gran elasticidad que tiene éste de crear liquidez a través de sus préstamos al sistema bancario. En un extremo de inestabilidad, la puede ofrecer a través de su bien conocida función de prestamista de última instancia. Así pues, en la medida en que exista confianza en el dinero primario ésta se traslada al bancario. Sin embargo, esta no es una condición suficiente para garantizar la confianza. También se requiere que el sistema bancario se mantenga solvente. En respuesta a los grandes costos sociales de las crisis bancarias, el sistema es ampliamente regulado y supervisado. Incluso, con el objeto de mitigar potenciales corridas bancarias, existen seguros de depósito. Todas estas capas de protección tienen la finalidad de proteger los ahorros de la sociedad, y se manifiestan en la confianza tanto en el dinero primario como en el bancario.
Para poner en perspectiva el enorme valor que tiene todo el andamiaje descrito para respaldar la confianza en el dinero primario y bancario, es pertinente hacer referencia a los recientes intentos fallidos de emitir dinero privado con base en la aplicación de tecnologías que permiten transacciones basadas en libros de registros descentralizados. Estas presuntas monedas funcionan sin intervención del banco central, y con ausencia de prestamista de última instancia y de un marco fiable de supervisión y regulación. El resultado ha sido la proliferación de las llamadas criptomonedas que no pueden garantizar ni la firmeza de los pagos ni un valor estable, por lo que es evidente que no cumplen con los atributos fundamentales del dinero. El corolario de esta experiencia es la confirmación de que lo que le da sustento al dinero fiduciario frente a otras alternativas como las descritas es el entramado institucional y la convención social que lo respaldan, que precisamente hace que sea confiable para el público.
Durante las últimas décadas, hemos visto también un crecimiento muy acelerado del sistema financiero no bancario. Este sector comprende fundamentalmente actividades con valores, incluyendo instrumentos de deuda y formas más amplias de intermediación desempeñadas por compañías de seguros, empresas de servicios de inversión, fondos de inversión y de pensiones, y hedge funds, entre otras. De hecho, en muchos países, la intermediación no bancaria desde hace unos años representa más del 50% del sistema financiero.
Tradicionalmente se ha argumentado que el caso para regular exhaustivamente las actividades financieras no bancarias -más allá de la aplicación de normas de conducta y de protección de clientes- es menos sólido que el de las bancarias. El argumento es que en la mayor parte de estas actividades, no se asumen riesgos de intermediación de los pasivos tomados del público. Sin embargo, la necesidad de una mayor supervisión y regulación en el sector no bancario se ha vuelto más apremiante a la luz de episodios recientes de inestabilidad extrema. Ello se deriva de su interconexión con el sistema bancario tradicional y la proclividad de diferentes formas de intermediación no bancaria de generar apalancamientos opacos y excesivos, a la vez de descalces sustanciales de liquidez. Accidentes en este sector pueden redundar en crisis financieras sistémicas. Incluso durante los últimos años, para calmar conatos de crisis, algunos bancos centrales han tenido que fungir como “creadores de mercado de última instancia” y así preservar la confianza en el sistema financiero amplio. Esas acciones pueden ir a contrapelo de las que el banco central tiene que hacer para lograr su objetivo prioritario de estabilidad de precios, por lo que una mayor regulación y supervisión para el sector financiero no bancario luce imprescindible.
Dentro del universo de instrumentos de deuda, existe uno que tiene una importancia sobresaliente. Me refiero a la deuda pública, que, bien empleada, permite a los gobiernos realizar adecuadamente sus funciones. Desde un punto de vista macrofinanciero lo que es relevante es que la deuda pública sea percibida como sostenible. Para ello, una condición sine qua non es que los inversionistas preserven la confianza en que el gobierno observará las restricciones presupuestales intertemporales, sin tener que recurrir al financiamiento del banco central. Sobre esto versa mi cuarto ejemplo.
La deuda pública interna juega un papel estratégico. Se considera el instrumento de menor riesgo crediticio, por lo cual es esencial para modular el riesgo de las carteras de activos, en particular las de las entidades bancarias. Además, sus precios son la principal referencia para valuar otras formas de deuda, por ejemplo, la corporativa. De ahí que, de existir incumplimientos en el servicio de la deuda pública, la estabilidad del sistema financiero en su conjunto se podría ver comprometida. Incluso la estabilidad monetaria también se podría ver amenazada, pues se podrían crear las condiciones para que, a pesar de la autonomía del banco central, sea indispensable financiar el servicio de la deuda con emisión primaria, llevando a una situación de dominancia fiscal de la política monetaria. En estas circunstancias, las economías dejarían de tener un ancla nominal, quedando a la deriva. El resultado serían inflaciones crecientes y depreciaciones cambiarias pronunciadas. De esta narrativa se pueden apreciar las vulnerabilidades que se pueden activar si se pierde la confianza en las finanzas públicas.
Todos los ejemplos que he presentado no dejan duda que, para tener un sistema monetario y financiero estable, es indispensable que se preserve la confianza en los tres pilares de la política macrofinanciera de un país, a saber, la política monetaria, la fiscal y la de regulación y supervisión de la actividad financiera. Y esto se tiene que cumplir no sólo en cada ámbito individual, sino para el conjunto de las políticas: es decir, es esencial que exista congruencia entre ellas. Esto último representa un gran reto en la práctica, debido a la pluralidad de autoridades involucradas y la existencia de inevitables motivaciones políticas, sobre todo en el ámbito fiscal. Esto no es un problema insalvable, pero ciertamente revela la ineludible necesidad de una mayor coherencia y coordinación de políticas públicas. Arreglos institucionales que faciliten este proceso deben reforzarse.
Permítanme una reflexión adicional sobre la credibilidad de las políticas fiscal y monetaria en el contexto actual. El repunte de la inflación en múltiples países fue en parte el resultado de sendos choques de oferta causados por la pandemia y la invasión de Ucrania. Pero también refleja los estímulos a la demanda agregada durante los últimos quince años, ligadas a políticas monetarias y fiscales muy expansivas, en particular en el periodo que transcurre entre inicio de 2020 y mediados de 2022. El objetivo de dichas medidas fue impulsar el crecimiento económico ante choques muy adversos, sin crear grandes presiones inflacionarias. Difícilmente se puede pensar que el objetivo se haya plenamente alcanzado. Sin embargo, lo realmente relevante es que la confianza en las políticas monetarias y fiscales se podría ver comprometida hacia adelante si les seguimos atribuyendo un gran poder de estabilización de la actividad económica sin consecuencias sobre la inflación.
Durante los próximos años, la política monetaria se debería concentrar de lleno en regresar la inflación a niveles congruentes con los objetivos de los bancos centrales. Este proceso podrá encontrar obstáculos, en particular en el último trecho hacia la convergencia final con los objetivos de inflación. Pero es fundamental conseguirlo. De lo contrario, la credibilidad de la política monetaria se vería cuestionada y de paso la de los bancos centrales autónomos encargados de ejecutarla. Por su parte, ciertamente existen límites sobre lo que se podría esperar de políticas fiscales expansionistas. En un mundo con una oferta agregada poco elástica, el impulso que la política fiscal le podría dar a la demanda agregada seguramente lo tendría que neutralizar la monetaria con objeto de controlar la inflación. Además, es pertinente recordar que la razón deuda pública sobre PIB en la mayoría de los países se encuentra en niveles históricamente altos, en un momento en que se anticipan mayores tasas de interés para los siguientes años, lo que hará más gravoso el servicio de la deuda. Preocupaciones de sostenibilidad de la deuda pública podrían surgir en algunos casos. Es mi opinión que el escaso margen fiscal con los que contaremos se debería destinar a enfrentar de lleno los obstáculos de oferta que limitan el potencial de crecimiento de nuestros países, incluyendo los derivados del cambio climático, las presiones demográficas, las insuficiencias educativas a la luz del cambio tecnológico, las deficiencias en los sistemas de salud y la inadecuada infraestructura pública. Las políticas fiscales y monetarias hacen contribuciones muy importantes para la sociedad, pero hay que recordar que las reformas estructurales son el principal instrumento para acelerar de manera sostenible el potencial de crecimiento económico de los países.
Quisiera concluir con un pensamiento final. A pesar de que he resaltado una y otra vez el valor de la confianza en las políticas públicas como ingrediente fundamental para su éxito, éstas no son un fin en sí mismo. La confianza en la política monetaria, la fiscal y la regulación y supervisión del sistema financiero son sólo una condición necesaria pero no suficiente para alcanzar objetivos más altos para el bienestar de la sociedad, entre ellos mayores ingresos, más y mejores oportunidades de trabajo y la provisión de servicios públicos adecuados para la población. Seguiré contribuyendo a la consecución de estos objetivos con el mismo entusiasmo que tenía hace cuarenta y tres años cuando puse pie por primera vez en el Banco de México.
Muchas gracias por su atención.