El mapa sociopolítico en tiempos de oscuridad
Contra la corrupción y la mentira, la libertad sigue siendo el núcleo de toda vida política digna
Franz Kafka apuntó en sus diarios que quien no puede arreglárselas con la vida necesita una mano para disipar la desesperación, pero con la otra puede señalar lo que ve entre las ruinas. Walter Benjamin, en carta a Gershom Scholem, comparaba esa vigilia con alguien encaramado a un mástil que se derrumba y, aun así, alcanza a dar una señal de rescate. Hoy vivimos una circunstancia semejante: la nave del orden democrático se tambalea, pero desde lo alto de un mástil del derrumbe todavía podemos advertir lo que ocurre y resistir o revelarnos.
La política no debería confundirse con los abusos de quienes secuestran el poder del Estado. La política es ciencia y es también filosofía. El pensamiento filosófico no busca perfección, sino enfrentar problemas, sostenerlos en el tiempo e insistir en nuevas formulaciones. La filosofía, en este sentido, es parte de la vida pública: una brújula que permite discernir entre la verdad y la mentira, entre el bien común y la manipulación interesada.
Hoy enfrentamos un deterioro profundo: la desigualdad social, la codicia y la corrupción han normalizado patologías colectivas. Lo más grave no es convivir con la injusticia, sino celebrarla y admirar la riqueza mal habida como símbolo de éxito. En palabras de Tolstoi, el ser humano termina aceptando cualquier condición de vida, por adversa que sea, si todos a su alrededor la normalizan.
También se erosiona la palabra Sicherheit, esa noción alemana que combina seguridad, confianza y certeza. La ciudadanía ya no está segura de sus creencias éticas, políticas o sociales. El poder, convertido en teatro y simulacro, se sostiene en escenificaciones ostentosas y ceremonias de dominación, mientras los gobernados permanecen invisibles. La neolengua descrita por Orwell y denunciada por Byung-Chul Han reduce el pensamiento a consignas, donde la mentira total ocupa el lugar de la verdad.
La tradición filosófica nos recuerda otro horizonte. John Locke anticipó la separación de poderes y la defensa de los derechos frente al absolutismo, dando los primeros pasos hacia la democracia moderna. Hegel, por su parte, pensó la libertad como una realización histórica que exige instituciones y ciudadanía activa. Hoy, esa herencia se vuelve indispensable frente al nihilismo que degrada el discurso democrático y convierte la política en simple espectáculo.
La hipocresía ha acompañado siempre a la vida pública, desde Maquiavelo hasta la conocida cita de La Rochefoucauld. Judith Shklar la consideraba incluso un vicio que sostiene la democracia, pues obliga al poder a guardar ciertas apariencias. Sin embargo, cuando la hipocresía se vuelve regla general y la mentira estructura del Estado, lo que emerge es un régimen de corrupción y anti política. De ahí provienen la náusea, la desafección ciudadana y el sentimiento de inutilidad frente a un sistema que parece agotado.
Nelson Mandela lo advirtió con claridad: ser libre no es sólo romper cadenas, sino vivir de manera que se amplíe la libertad de los demás. En México, esa tarea sigue pendiente. La democracia se erosiona cuando se imponen reformas que restringen derechos, cuando la desconfianza sustituye a la participación y cuando la indignación se apaga frente a la costumbre del abuso.
La libertad, como señaló Nietzsche, es una cuerda tendida sobre el abismo. Caminar sobre ella exige riesgo y lucidez. No es un destino garantizado, sino un proceso histórico que depende de nuestras elecciones colectivas. Frente a la mentira total y al poder convertido en espectáculo, la alternativa es clara: resignarnos a la decadencia o rediseñar nuestro modelo de vida sobre la base de la justicia, la memoria y la libertad compartida.
El equilibrio perfecto del totalitarismo estriba en la concesión de ciertos privilegios a costa de la libertad; el de la sociedad de masas descansa sobre el reconocimiento oficial de algunas libertades formales, a cambio de la prevalencia de la conformidad. La licuefacción social se manifiesta en realidad, como algo que se propaga de forma incontrolada y que, a ojos del sistema, ha dejado ser comprensible para convertirse en imparable. <Hoy vivimos la ruptura más profunda en la historia del Estado de derecho>.
La civilización, es una eterna compensación; a fin de lograr algo, los seres humanos deben entregar algo más. Lo que se obtiene y lo que se entrega son cosas muy valiosas y ardientemente deseadas; cada fórmula de intercambio no es, por lo tanto, más que un asiento temporal, el producto de un compromiso nunca plenamente satisfactorio. Para ninguno de los dos bandos del antagonismo perpetuamente latente.
La hostilidad desaparecería si tanto los deseos individuales como las demandas sociales pudieran atenderse al mismo tiempo. Pero no es el caso. La libertad para actuar según los propios deseos, inclinaciones, impulsos y anhelos, y las restricciones impuestas a todo ello en nombre de la seguridad son necesarios para una vida satisfactoria —soportable y habitable–, ya que la seguridad sin libertad equivaldría a la esclavitud, y la libertad sin seguridad significaría el caos, la desorientación, la incertidumbre perpetua y, en última instancia, la impotencia para actuar resueltamente. Ambas cosas son y serán siempre mutuamente irreconciliables.
Quienes con fundamento en la razón hablamos de anti política con relación a las evidencias de indignación contra la corrupción, la mentira, los escándalos, el cinismo, la hipocresía, la dilapidación del dinero público y su malversación con fines subrayados en ambiciones personales y de grupo; contra la ineficiencia del control ético, sacada a la luz en la administración pública, y en la mayoría de los dirigentes políticos. El efecto de todo ello no podía ser otro que un profundo sentimiento de ultraje, seguido de un alejamiento de la política con una sensación de náusea y de inutilidad.
Si el fundamento de nuestro sistema político es la “vida en la mentira” (escribía Václav Havel en su ensayo <El poder de los sin poder> o Jonathan Swift en <El arte de la mentira política>, podemos observar que estos años del siglo XXI son para el pueblo de México el siglo de mendacidad, donde la ineptitud y la Infocracia se asientan en su modo de interpretar la política.
Vivimos tiempos de oscuridad, pero aún podemos dar señales. La verdadera tarea consiste en mantener abierta la posibilidad de una democracia renovada y en afirmar, contra la corrupción y la mentira, que la libertad sigue siendo el núcleo de toda vida política digna.



