Cuauhtémoc Cárdenas analiza la grave situación nacional
Premio 2010 Universidad de Notre Dame a la Excelencia en el Servicio Público en América Latina. Kellogg Institute for International Studies-University of Notre Dame. Antiguo Colegio de San Ildefonso. México, D. F., 16 de febrero del 2011.
Por Cuauhtémoc Cárdenas.
Agradezco a la Universidad de Notre Dame, a su Instituto Kellogg de Estudios Internacionales y a los integrantes del Comité del Premio Notre Dame 2010 a la Excelencia en el Servicio Público en América Latina: Carolina Barco de Colombia, Rodrigo Calderón de México, Soledad Loaeza de México, James McDonald de la Universidad de Notre Dame, Scott Mainwaring del Instituto Kellogg, y José Zalaquett de Chile, quien recibiera este Premio en 2009, que me otorguen esta alta distinción.
Me honra recibirlo de una institución tan prestigiada como la Universidad de Notre Dame, que se distingue, entre otras muchas cuestiones, por su compromiso social, y me honra que un comité de la calidad del que se formó para conceder este premio se haya fijado en mi persona. Me honra, asimismo, compartir el Premio Notre Dame con destacados latinoamericanos que lo recibieron en años anteriores, reconocidos por su entrega al servicio del los demás.
Recibo el Premio Notre Dame 2010 a la Excelencia en el Servicio Público en América Latina en nombre de todos los que en México han venido luchando y luchan porque rija en el país un pleno estado de derecho, porque todos los mexicanos puedan llevar una vida digna y de bienestar, sin apremios y con oportunidades, y porque se desarrollen instituciones y prácticas políticas, así como formas de convivencia social, que puedan ser calificadas, por propios y extraños, como efectivamente democráticas.
La primera gran lucha del pueblo mexicano como tal, la libró hace dos centurias: fue por liberarse de su condición colonial, por ganar su independencia. Conquistada ésta, de ahí en adelante, la lucha constante de los mexicanos ha sido por la defensa y rescate de la soberanía nacional y por lograr para México una condición de equidad en el concierto de las naciones, así como por el acceso a las oportunidades de progreso y bienestar, que garanticen una vida con dignidad y desahogo para todos, y por ejercer sin limitaciones y ampliar sus derechos reconocidos en las leyes.
Lejos estamos todavía de alcanzar estas metas para el conjunto de los mexicanos. Es cierto que la Revolución Mexicana trajo avances en los contenidos sociales de la democracia y en sus realizaciones con la reforma agraria, el impulso a las organizaciones obreras, la implantación de la seguridad social, la expansión de la cobertura educativa y la multiplicación de las escuelas, el mejoramiento gradual del salario en términos reales, que con altas y bajas priorizaron las políticas públicas desde que se promulgara la Constitución en 1917 hasta la llegada e imposición del neoliberalismo tres décadas atrás.
De entonces para acá hemos vivido un ya largo periodo de retrocesos en el que se ha acentuado la dependencia económica del exterior, se han incrementado desmedidamente la desigualdad social y la pobreza, se han desmantelado importantes estructuras productivas en el campo y la industria, así como instituciones de fomento al desarrollo, la economía casi no crece, muestra gran insuficiencia en su capacidad para crear empleos y millones de mexicanos se han visto forzados a abandonar el país, exponiéndose a mil riesgos y penurias para ganarse la vida más allá de nuestras fronteras.
Año con año, centenares de mexicanos han perdido la vida en las últimas décadas al cruzar la frontera y tratar de llegar a algún sitio donde puedan encontrar trabajo. Los cuatro o quinientos mil que anualmente logran encontrar ocupación, al no hallar posibilidades para regularizar su situación migratoria, en muchos casos laboran con salarios menores a los vigentes para los norteamericanos y sin contar con los servicios sociales para ellos y sus familias que la ley ofrece al trabajador local, quedando permanentemente expuestos a las arbitrariedades que en su contra pudieren cometer empleadores y autoridades.
Al deterioro social y al estancamiento de la economía se ha sumado en el país, en los últimos años, un grave y hasta ahora incontrolable desbordamiento de la violencia y la delincuencia, que afecta la vida cotidiana de todo mundo, obstaculiza el desenvolvimiento de las actividades productivas e incluso asume, en porciones cada vez mayores del territorio nacional, funciones que corresponden a las administraciones locales.
Políticas públicas neoliberales similares a las impuestas en nuestro país, aplicadas en otras partes del continente, han tenido en ellas efectos similares. De ahí, entre otros fenómenos, el aumento de los flujos migratorios de nacionales centroamericanos que cruzan la frontera sur buscando llegar a los Estados Unidos. Atravesar México de frontera a frontera les significa, durante las largas semanas de travesía, riesgos de pérdida de vida o mutilaciones, riesgos también de detención y deportación, exponerse a la extorsión de autoridades migratorias o policíacas corruptas, eventuales asaltos o secuestros por bandas de delincuentes, y en el mejor de los casos, sólo hambre y privaciones.
Enfrentar estos problemas y darles una solución acorde a nuestros principios constitucionales y al derecho internacional, exige con urgencia un cambio radical de las políticas públicas vigentes.
El modelo neoliberal debe ser substituido por una proyecto de crecimiento con equidad, que es posible instrumentar de existir voluntad política.
La delincuencia no puede seguirse enfrentando sólo mediante las armas y la militarización del país. Se requieren mejores servicios de inteligencia y una más eficaz investigación. Es necesario un plan que defina actividades y asigne responsabilidades al que se pueda dar seguimiento y respecto al cual se rindan cuentas, tanto a la autoridad como a la sociedad, que involucre no sólo a los aparatos judiciales y policíacos, sino, además de éstos, a los poderes ejecutivos y legislativos federales y estatales, a los gobiernos municipales, a los medios de información, a los sistemas de salud y educativos, a la sociedad organizada, que prevea la substitución de las Fuerzas Armadas por un cuerpo especialmente creado para enfrentar a la delincuencia organizada, así como el saneamiento de los poderes judiciales y de todo tipo de policías, y que se enmarque en una política de creación de empleos, mejoramiento de la calidad de la educación y de capacitación para el trabajo.
Nuestros problemas y los de nuestros vecinos del sur no son ajenos al orden mundial. Un orden internacional injusto y las desigualdades internas en los países expulsores de población, se encuentran en las raíces de las grandes corrientes migratorias de la actualidad. En estas condiciones dispares se ha estimulado el libre intercambio comercial, así como el flujo internacional irrestricto de transacciones financieras, pero las potencias hegemónicas se han resistido hasta ahora a liberar el tránsito de personas, regulándolo, en lo general, con medidas restrictivas y represivas, en muchos casos al margen de sus propias leyes, para aprovecharse de la precariedad social y disponer de una mano de obra barata y desprotegida social e incluso legalmente, que abarata el trabajo de sus propios nacionales.
Ante esta situación, desde que se negociaba el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte hace ya veinte años, planteamos la conveniencia de substituirlo por un Acuerdo Continental de Desarrollo, que se propusiera reducir hasta eliminar las asimetrías económicas y las diferencias sociales, sobre todo en el campo laboral. Hoy, con iguales propósitos, debiéramos plantear substituir todos los acuerdos bilaterales, tri y multilaterales de libre comercio suscritos en el continente, por ese Acuerdo Continental de Desarrollo. No parece tarea fácil de realizar, pero otros aparentes imposibles se han tornado posibles con los empeños populares.
Complementos de este esfuerzo deben ser, por una parte, una tesonera labor para que el Estado norteamericano y la sociedad norteamericana reconozcan la valiosa contribución que da al progreso de los Estados Unidos el trabajo de los migrantes de todas las nacionalidades, y lo imprescindibles que son para su economía los millones de trabajadores que se encuentran en situación migratoria irregular.
Por la otra, debe lucharse para que se dé el reconocimiento y la posibilidad de ejercicio irrestricto del derecho de libre tránsito de personas por el mundo, lo que daría plena validez al artículo 13 de la Declaración universal de los derechos humanos, que establece que “[Toda] persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y que “[Toda] persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país”.
A este respecto, en el caso particular de México, podría darse un primer paso reconociendo, por decisión unilateral y como gesto de acercamiento y fraternidad, el derecho de libre tránsito por el territorio de nuestro país a los nacionales latinoamericanos, e instrumentar además una política de promoción de acuerdos de reciprocidad para eliminar el requerimiento de visas para el ingreso de extranjeros a nuestro territorio.
Respecto a las violaciones de los derechos de la gente, queda claro que no basta con que existan leyes, incluso buenas leyes. Lo que éstas expresan, su espíritu e intención deben corresponder con la práctica y para eso hace falta que exista en el país, sin limitación alguna, la vigencia de un Estado de derecho, que para alcanzarse, además de contar con la voluntad y el compromiso público de las más altas autoridades políticas de cumplir estrictamente con los mandatos de las leyes, debe empezarse con sanear los aparatos judiciales y la autoridad migratoria, limpiarlos de arriba abajo de corrupción, complicidades y de indebidas parcialidades.
Se requiere también, para lograr una protección efectiva de los derechos humanos, que el ciudadano, individual y colectivamente, cuente con los mecanismos legales y efectivos que le permitan exigir cuentas a cualquier autoridad dentro del marco legal de sus responsabilidades, lo que demanda revisar normas constitucionales y legales a fin de establecer obligaciones precisas a las autoridades y facilitar la acción ciudadana al respecto.
Ganar nuevos derechos y hacer valer los derechos reconocidos ha sido esencia de las luchas de los mexicanos y motor de las transformaciones de la sociedad. Hoy, una lucha viva y visible en nuestro país es la que se libra contra autoridades que atropellan o ignoran derechos de la gente, que recurren a prácticas contrarias a estos derechos o se desentienden de la instrumentación de medidas que reparen los daños de su inobservancia o que permitan su cabal ejercicio.
Esta lucha condujo a que se creara, en 1990, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y dos años más tarde a que se reformara la Constitución para establecer la obligación para el Congreso de la Unión y las legislaturas locales de expedir leyes y crear organismos de protección de los derechos humanos en sus respectivas jurisdicciones.
Por otro lado, como parte del movimiento de protección de los derechos humanos en el continente, se aprobaron las Convenciones interamericanas para prevenir y sancionar la tortura y sobre desaparición forzada de personas, a las que México se adhirió, en 1986 a la primera y en 2002 a la segunda. Respecto a ésta, el Estado mexicano reconoce “el hecho de que subsiste la desaparición forzada de personas”, que constituye una afrenta a la conciencia del Hemisferio y una grave ofensa de naturaleza odiosa a la dignidad intrínseca de la persona humana; que la desaparición forzada de personas viola múltiples derechos esenciales de la persona humana de carácter inderogable y que constituyen un crimen de lesa humanidad, obligándose en consecuencia a no practicar, permitir ni tolerar la desaparición forzada de personas, a sancionar a los autores, cómplices o encubridores de este delito, así como la tentativa de comisión del mismo, y a considerar este delito entre aquellos respecto a los cuales procede la extradición.
Existen, como puede verse, avances en la legislación relativa al reconocimiento y protección de los derechos humanos, pero también es cierto que la violación de derechos de la gente por autoridades constituye todavía una realidad cotidiana, que se ve potenciada en estos últimos años por el desbordamiento incontrolado de la violencia y la delincuencia que azotan prácticamente a todo el territorio del país.
Ejemplos de ello los tenemos todos los días: recomendaciones de los organismos de derechos humanos ignoradas o rechazadas por autoridades, en ocasiones con soberbia y prepotencia o argumentando falsedades; violaciones de derechos de migrantes cometidos por autoridades de diferente jerarquía en las largas líneas que van de una a otra de nuestras fronteras internacionales; atropello de derechos en juicios y centros de detención; migrantes agredidos por grupos delincuenciales, etc.
Esfuerzos surgidos de la sociedad por corregir estas situaciones los encontramos también todos los días, por todo el país, aun cuando, debe decirse, son escasos frente a la dimensión del problema. Son esfuerzos que en muchos casos se realizan, si no con la oposición abierta, si con indiferencia de autoridades que debían y podían apoyarlos. Son esfuerzos que en su mayoría parten de iniciativas civiles, poco apreciados en algunos círculos oficiales, a pesar de ir en el sentido de la ley y del derecho, e incluso poco apreciados por sectores amplios de la sociedad que se benefician con sus efectos positivos.
Uno de estos esfuerzos, un esfuerzo destacado, destacado aun entre los relativamente escasos que se realizan en el país, es el que encabeza el Padre Alejandro Solalinde, que aquí nos acompaña, Coordinador de la Pastoral de la Movilidad Humana Pacífico Sur del Episcopado Mexicano y fundador del Albergue Hermanos en el Camino de Ixtepec, Oax., quien es un denodado luchador en favor de los derechos de los migrantes, a los que auxilia de muy diversas maneras a su paso por el Istmo, a los que con valor defiende de asaltos y agresiones de delincuentes, así como de conductas ilegales de autoridades corruptas, sin importarle el riesgo en que con ello pone día a día a su propia vida.
El Albergue Hermanos en el Camino y Alejandro Solalinde han venido prestando, con precarios recursos pero con sólida autoridad moral, un invaluable apoyo a migrantes, principalmente centroamericanos, que llegan a nuestro país buscando alcanzar nuestra frontera norte para cruzarla.
Todos conocemos las penurias de los migrantes en su travesía por nuestro territorio: riesgos de vida, extorsiones, hambre, asaltos, etc., en un tránsito que no debiera estar sujeto a estas condiciones y que la red de albergues del que forma parte Hermanos en el Camino y luchadores como Alejandro Solalinde hacen menos amargo.
Es por estas razones que cuando recibí la noticia que la distinción de la que se me hacía objeto venía acompañada de la invitación para proponer a una persona o institución a la que se daría una cantidad en metálico –quince mil dólares- como parte integrante del Premio, consideré que esa parte del Premio debía entregarse al Albergue Hermanos en el Camino, fundado y representado por el Padre Alejandro Solalinde, lo que fue aceptado por éste y por la Universidad de Notre Dame, motivo por el cual me congratulo.
Por otra parte, el Premio, además de la distinción misma que entraña, viene acompañado de una cantidad similar para quien lo recibe, que al tiempo de agradecerla, lo que ahora reitero, me permití pedir a la Universidad fuera también entregada al Albergue Hermanos en el Camino por conducto del mismo Padre Solalinde.
Gracias de nuevo a la Universidad de Notre Dame por la distinción de la que me ha hecho objeto al concederme el Premio Notre Dame 2010 a la Excelencia en el Servicio Público en América Latina, gracias al Padre Alejandro Solalinde y a quienes hacen posible la humanitaria labor del Albergue Hermanos en el Camino por compartir este premio, gracias a todos por estar aquí.