“Corrupción: cuestión crucial y decisiva que enerva nuestra marcha como nación”: Sergio García Ramírez
Sala “Manuel M. Ponce”. Palacio de las Bellas Artes, México, D.F., 9 de noviembre de 2015.- Nos reúne un doble acierto. Por una parte, el ingreso de Carlos Reta Martínez a la Academia Mexicana de Ciencias Políticas. Ésta recibe con naturalidad al colega que aporta su talento y su experiencia, su desvelo y su esperanza a la construcción del futuro. Por otra parte, la selección del tema que Reta Martínez aborda en su discurso: una cuestión crucial, decisiva, que enerva nuestra marcha como nación y frustra nuestro empeño como república. Lo saben y lo sufren los ciudadanos, resignados o exasperados.
Primero hablaré de Reta Martínez, no sólo porque me privilegia con su amistad, que agradezco, sino porque llega aquí al cabo de un largo camino de servicio a México. Es oriundo de nuestra Universidad Nacional, donde cursó ciencias políticas y administración pública, disciplinas que forjaron su pensamiento y encauzaron su ejercicio profesional. Con este fundamento cumplió tareas en la administración pública, central y paraestatal, federal y local. A la saludable reflexión sumó el trabajo en la trinchera.
Reta Martínez se desempeñó en cargos de elevada responsabilidad: secretario general de gobierno y secretario general C del Departamento del Distrito Federal, función en la que le conocí hace más de cuarenta años. Entonces compartimos algunas batallas, en plena juventud. Más tarde, sería funcionario del sector educativo federal, director general del Instituto Latinoamericano de Comunicación Educativa (ILCE-UNESCO) y director general de Radio, Televisión y Cinematografía. Presidió el Fideicomiso de Vivienda y Desarrollo Urbano y el Fideicomiso Casa Propia. Fue como diputado federal, en la Quincuagésima Sexta Legislatura, y participó en la Gran Comisión de su Cámara.
Nuestro colega conoce bien el universo paraestatal, un ámbito de notable importancia en el Estado social, que ha sido palanca para el desarrollo de México. Fue consejero en empresas paraestatales del transporte colectivo, y participó en los consejos de administración de entidades públicas en el ramo de las comunicaciones, nervio de la vida moderna: NOTIMEX, El Nacional, Instituto Mexicano de la Radio, Canal 22, Instituto Mexicano de Cinematografía, Productora e Importadora de Papel y TELECOM.
El funcionario no canceló la vocación del universitario, deudor del pueblo que le otorga confianza y aguarda correspondencia. Ha sido académico en la Universidad Nacional, primero en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, su alma mater, y más tarde en la de Contaduría y Administración. Su doble formación como académico y funcionario se ha traducido en aportaciones a la literatura de su especialidad y a otras materias de interés general. Es coautor de los libros Derecho y ética de la información y La agenda política electoral 2003. Reflexiones colectivas.
Bien preparado, ejerció la docencia en el Instituto Nacional de Administración Pública, en cuyo consejo de administración participó durante seis años. Hoy preside el Instituto, del que muchos de nosotros formamos parte. Ese Instituto y esta Academia son campos comunicados que miran hacia un horizonte compartido.
En ambos espacios, Carlos Reta Martínez podrá mostrar –y lo está haciendo en el INAP– su vocación y su competencia. Una y otra se aplican a la formación de funcionarios, con el designio, la conciencia, el compromiso que el pueblo demanda. Pueblo entendido como destinatario de una misión, no apenas como clientela que solicita un servicio atrás de una barandilla.
El formador de funcionarios públicos en una institución con el origen, la tradición, los ideales que caracterizan y confieren perfil y sentido al INAP, no es un proveedor de técnicas neutras, que pudieran conducir hacia cualquier destino. En México –que debe enfrentar graves injusticias y apremiantes necesidades– el funcionario público, como el Estado mismo, tienen un inequívoco deber social y moral que marca su filiación e ilustra su desempeño. Y ese deber no se agota en la técnica ni se conforma en la neutralidad, ajeno al clamor de la muchedumbre. Posee un signo ético que le llega de la región más profunda de la historia.
En suma, el funcionario republicano tiene el compromiso y la militancia que la nación dispone y aguarda. Así se medirá su conducta y se hará su juicio. A eso atiende el Instituto Nacional de Administración Pública, y así lo concibe y practica su esforzado Presidente, hoy nuestro compañero en la Academia de Ciencias Políticas.
Carlos Reta Martínez habla de la corrupción, arraigada y opresiva. En mi concepto –y no sólo en el mío–, es el mal de males que agobia a la sociedad y al Estado, involucrados bajo el doble título de victimarios y víctimas, protagonistas y destinatarios. También se refiere Reta a la ética pública, uno de los remedios de esa enfermedad del cuerpo político. Coincido en su diagnóstico y en su recomendación, que es enérgica y al mismo tiempo cautelosa. Sabe que esta dolencia, por calificarla piadosamente, tiene muy honda raíz y que no será fácil sacarla de la profundidad en la que se ha internado, someterla a la luz y vencerla sin tolerancia ni claudicación, antes de que nos venza.
Una extensa bibliografía se ha dedicado a identificar la corrupción, diagnosticar sus causas, ponderar sus efectos, sugerir sus vacunas y sus antídotos, discernir su tratamiento. Ha estado entre nosotros por varios siglos, y amenaza prolongar su descendencia por otros más. Traigo a cuentas una crónica interesante, de antigua fecha. Hipólito Villarroel, en 1787, tituló una obra como Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España. Y vaya que el Virreinato se hallaba sometido a plagas que lo convertían –dice el autor, con expresión devastadora– en “cloaca del universo”. No secundo la expresión, pero tampoco podría refutarla si se refiere, como sucedía, a la injusticia y a la corrupción. De aquélla habló Humboldt: denunció una desigualdad que no había conocido en otras latitudes. Una desigualdad que persiste y nos lacera.
En su turno, la corrupción, “enfermedad de las costumbres –dije en una glosa del libro de Villarroel–, guarda semejanza con la injusticia por su condición excesiva. Se asemeja a la mancha de aceite que se expande, o a la mala yerba que dondequiera trepa. Hay quienes dicen que se trata de una condición genética; lo es, pero sólo de la cultura –no de la biología– que va transmitiendo de generación en generación, asidua y perfeccionada, la corrupción que desembarcó en América con la divisa “acátese pero no se cumpla”.
Quienes se refieren a la cultura de la legalidad, o mejor aún, de la juridicidad, no pueden menos que evocar esa divisa que consagró la doble manera de entender y aceptar la vida y conducir las relaciones sociales: una cultura de la ilegalidad, que cimentó la condición de los señores y de los vasallos.
No hace mucho el Presidente de la República se refirió a la corrupción como un problema de cultura. Le llovieron las críticas. Me parece que fueron injustas. Ciertamente, la corrupción clava el ancla en una cultura que la tolera e incluso la favorece y recomienda. Reta Martínez comenta esta situación: es anómala, pero al mismo tiempo regular y acostumbrada; la hemos hecho nuestra; pero nuestras fuerzas no se movilizan para combatirla. En su comentarlo, Reta pone a cada quien en su sitio: no solo al gobernante, viejo señor de autoridad y privilegio, sino también al nuevo señor de ambas cosas, el particular en ejercicio de poderes crecientes que llegaron con la nueva ola de la historia, el beneficiario del favor del Estado y del sudor del pueblo. La corrupción –asegura nuestro amigo– es un problema sistémico que se aprecia en todos los niveles sociales.
De ahí que el académico examine la reducción del papel del Estado y el rol contemporáneo del sector privado en la corrupción de los asuntos públicos. No es que de pronto el bueno se volviera malo y el malo, bueno; es que uno y otro, a una voz, resolvieron compartir las ventajas de una conducta desviada que convierte el hemisferio de la política y el hemisferio de los negocios en un solo mundo sin solución de continuidad ni fronteras.
Confundidos en un mismo proyecto arbitrario, los protagonistas del sector público y del sector privado –sostiene Reta Martínez– “tienen culpas similares aunque responsabilidades diferentes”. Ello huele a división del trabajo; éste es uno solo, convenido con un guiño, con un gesto de entendimiento; y es el escenario en el que cada quien hace su parte y despliega sus parlamentos. Al final de la obra, todos salen a la escena, tomados de la mano, y se acomodan bajo el mismo diluvio de beneficios, que son los aplausos de la suerte para los actores afortunados.
Solemos creer que las leyes resuelven todos los males; transforman la existencia; siembran la justicia. Así lo creemos, aunque los escépticos lo niegan; pero la vida muestra, al poco tiempo, la razón que les asiste. Tengo fija una cita de Emilio Rabasa, que se refería a la Constitución de 1857, pero podría aplicarse a cualquier bosque de normas. “Hemos puesto toda nuestra confianza en la ley –sostuvo el constitucionalista ilustre–pero la ley ha demostrado siempre su incurable incompetencia”.
He aquí una invitación a la prudencia, al realismo, a la operación desde varios frentes, no apenas desde el bastión de las leyes, tan transitado y tan estéril. Necesitamos leyes, por supuesto, para gobernar la vida colectiva, pero ser un país de leyes –de muchas leyes, minuciosas y ocurrentes– no nos convierte en un Estado de Derecho.
En los últimos diez años –que son un suspiro– hemos emitido diez decretos de reforma constitucional acerca de temas penales, el instrumento más temible –y se supone que el más eficiente– en el arsenal persuasivo del Estado. Pero no parece que este torrente legislativo haya reducido un palmo la criminalidad que nos asedia. Ahora hemos vuelto la mirada y el entusiasmo hacia una frondosa reforma constitucional, adoptada en este mismo 2015, para construir con laboriosidad de romanos un aparato exuberante: el sistema nacional anticorrupción, colmado de novedades, amenazas y promesas. Desde luego, le deseo buena y larga vida, pero sobre todo vida útil para deshacer todos los entuertos que la corrupción consuma e impedir los que pretende. Ese sistema es obra de la buena fe y merece el beneficio de la esperanza.
Sin embargo, ocurre que estas construcciones normativas tan abultadas, estas figuras tan clamorosas, pueden tener la misma virtud de aquel legendario personaje mitológico: el golem de Praga, aparatoso, pero impotente. Esperamos resultados y procuraremos, con todas nuestras fuerzas, contribuir a que se produzcan y nos convenzan de que por una vez –aunque sea una sola– la inmensidad normativa ha tenido un buen parto, luz en el fondo del túnel.
Y como hablamos de leyes, que recogen la voluntad del pueblo y suponen su aplicación, no podemos eludir otro tema estrechamente relacionado con el que ocupa la disertación de Reta Martínez y al que él mismo se refiere en algún pasaje de su discurso: la impunidad. Las apreciaciones más optimistas revelan que la impunidad, en general, alcanza más del 90 por ciento, acaso el 95 –o más– de los ilícitos de que se tiene noticia, que no son, ni remotamente, todos los que se cometen. ¿Cómo derrotar a la corrupción, aliada de la impunidad?
En los últimos años hemos rendido tributo a la transparencia. En este rumbo los pasos han sido considerables, y más lo serán cuando prevalezca, sin sombras ni subterfugios, una total transparencia de los actos de quienes afectan, con su conducta, el patrimonio y los derechos del pueblo; de quienes pueden convertir el patrimonio general en riqueza particular. A esto se refiere Reta. Obviamente, deberemos deslindar esa legítima transparencia de la ilegítima observación y la ilícita exposición de la vida privada de los ciudadanos, que merece respeto y exige distancia.
Vuelvo al sistema nacional anticorrupción, cuyo establecimiento ocupa muchas páginas del Diario Oficial. En espera de su éxito, conviene reflexionar –sin bajar la guardia colmada de artillería– sobre las virtudes que tendrá la otra vía sugerida por nuestro amigo Reta Martínez. Sabe que debemos legislar y expedir códigos y reglamentos, no faltaba más, pero también sabe, aún mejor, que las soluciones –escribe al final de su discurso– “no sólo pueden concebirse en torno a un aspecto como el normativo, pues también es necesaria la renovación de la sociedad a partir de inculcarle valores orientados a la búsqueda del bienestar común que tenga como objetivo generar beneficios sociales, económicos y políticos”.
En definitiva, lo que nos llevaría más lejos no es la ruta del aspaviento, sino la adopción genuina de los valores y principios de la sociedad democrática, sin necesidad de copioso discurso y con un mascarón en la proa: el ejemplo. Ejemplo de los particulares, por supuesto, pero también de los funcionarios, precisamente por sus puestos.
Una última cita. Hace tiempo visitó México un insigne jurista italiano, Piero Calamandrei, y dictó una serie de conferencias magistrales bajo el rubro de política y derecho. Analizó la majestad y las excelencias de la constitución democrática. Después del elogio recordó que hacen más por la democracia las convicciones, las costumbres y las buenas prácticas que las solemnes fórmulas de las leyes fundamentales.
Otro tanto se puede decir en el tema que nos ocupa, que es, por cierto, piedra de toque de una verdadera democracia, concebida como estilo de vida, según escribió Jaime Torres Bodet en el artículo 3o de nuestra Constitución Política. La conducta moral y jurídica exenta de salvedades y fisuras logrará más que el edificio erigido para alcanzar el firmamento; aquello puede fincar un hogar para el pueblo; esto puede convertirse en una torre de Babel.
Últimamente hemos dado en hablar de la “justicia cotidiana”, tan enrarecida, que nos importa mucho más que la justicia imperial de los altos tribunales. Hablemos también de la “probidad cotidiana” cifrada en el ejemplo imbatible y silencioso. Esa probidad discreta y perseverante será el fruto por el que podremos conocer a los siervos de la nación, antípoda de las altezas serenísimas. Así se recuperará, muy poco a poco, ese bien que hace tiempo perdimos en el camino sinuoso de la vida nacional: la confianza en quienes más debieran merecerla.
Ya se ha dicho, en elevada tribuna, que vivimos acosados por la desconfianza, una especie de estado de sitio que es preciso romper con la única fuerza demoledora que lo podría: los hechos. Si no lo hacemos, persistirá el desconcierto y naufragaremos, una vez más, en un mar de palabras que no se reflejan en la conducta. Este es, me parece, el alegato sobresaliente en el discurso de Carlos Reta Martínez, a quien la Academia Mexicana de Ciencias Políticas recibe con beneplácito.