“México abrió sus puertas a una familia deseosa de vivir sin miedo”, dijo Jacobo Zabludovsky al Congreso
Palabras emitidas en la entrega de la Medalla al Mérito Cívico, “Eduardo Neri, Legisladores de 1913”, en el Palacio Legislativo de San Lázaro.
Muchas gracias. Señor diputado Francisco Arroyo Vieyra, presidente de la Cámara de Diputados, senador Luis Sánchez Jiménez, vicepresidente del Senado de la República; diputado Marcos Aguilar Vega, presidente de la Comisión de Régimen, Reglamentos y Prácticas Parlamentarias; integrantes de la Junta de Coordinación Política, diputados Luis Alberto Villarreal, Manlio Fabio Beltrones, Silvano Aureoles, Arturo Escobar y Vega, Ricardo Monreal, Alberto Anaya, María Sanjuana, todos ellos coordinadores.
Nos acompaña la familia y descendientes de Eduardo Neri: la señora Martha Badillo, viuda de Neri, el ingeniero Eduardo Neri Badillo, la licenciada Bertha Álvarez de Neri, el licenciado Alfonso Neri Barreto; el senador Marco Antonio Blásquez Salinas.
Saludo a mi amigo, Juan Francisco Ealy Ortiz, presidente del periódico El Universal, en la persona de Juan Francisco Ealy Lanz Duret, director general de El Universal, el periódico en que tengo el honor de colaborar.
Saludo a Francisco Aguirre, presidente de Radio Centro, donde me confiaron la responsabilidad de un programa diario. Muchas gracias por estar aquí.
Señoras diputadas, señores diputados. Esta mañana no vengo a otra cosa mas que a dar las gracias. Recibo hoy la más alta distinción a que puede aspirar un mexicano, una medalla con la que se honra a la valentía y el patriotismo de Eduardo Neri, quien hace un siglo en esta tribuna, donde hoy hablo con emoción, arriesgó la vida y perdió la libertad al pronunciar un discurso memorable de repudio a un usurpador.
La medalla Eduardo Neri premia al ciudadano por sus hechos, por su conducta considerada ejemplar, por su aportación a la ciencia, al arte o al civismo, y la otorgan legisladores a un individuo perteneciente al pueblo que ellos representan, en un acto único de la máxima dimensión ética y política. Lo entiendo así y acudo a este recinto con el mayor respeto y humildad.
La democracia no puede entenderse sin un Poder Legislativo autónomo, libre y plural; representa en nuestros días la mejor expresión del anhelo democrático de nuestro país. El Congreso se ha fortalecido al marcar los cauces legales que permiten mayor intensidad del debate en que ningún partido impone su voluntad, donde el diálogo y sus negociaciones deciden los asuntos. Esta Honorable Cámara ejerce sus facultades constitucionales sin consigna, para llegar a acuerdos emanados del razonamiento conforme a derecho, sin dependencia de ningún otro poder, cuyos límites son observados con deferencia.
La actitud de Eduardo Neri y sus compañeros marca el principio de una lucha por la democracia de la que esta representación nacional es consecuencia y herramienta viva, no sólo por las facultades que le otorga la Constitución, sino por ser el reflejo más auténtico de la realidad, personificada en cada una de sus integrantes.
La Cámara es hoy resultado de los avances alcanzados en la vida democrática del país. Cada día la tarea parlamentaria adquiere una mayor relevancia, fortalece la división de Poderes y mantiene el equilibrio indispensable para avanzar en paz hacia mejores condiciones de vida anheladas por todos los mexicanos.
En la expresión de mi gratitud alienta el reconocimiento a quienes propusieron y apoyaron mi nombre, pero también a quienes no coincidieron o al abstenerse demostraron la madurez de un México plural en que priva el respeto a las opiniones diversas y la decisión unánime o mayoritaria es aceptada por toda la asamblea. En el proceso de discernir el destinatario del galardón se muestra un aspecto valioso de la nueva etapa democrática de nuestra sociedad.
Eduardo Neri encarna las heroicas denuncias de los legisladores hasta el sacrificio de sus vidas en aras de la libertad.
Vivió con otros estudiantes en la calle de La Cerbatana, hoy República de Venezuela. Becado con 25 mensuales por el gobierno de Guerrero y, en la Escuela de Leyes, enfrentó el contraste entre la intención de los legisladores y el criterio torcido de la aplicación de los preceptos, la corrupción omnipresente y los abusos del Porfiriato que Justo Sierra concretó en una frase: “El pueblo tiene hambre y sed de justicia”.
El diputado Eduardo Neri es en la historia de nuestro país un patriota merecedor de mejor espacio en nuestros libros de texto, porque sin él es más difícil explicar a las nuevas generaciones cómo se gestó el movimiento que orientó el camino de los mexicanos en un instante turbulento y oscuro de su trayecto.
Neri percibió como estudiante los problemas nacionales –que no distan mucho de los que todavía padece nuestro México–. Neri vio y vivió las injusticias del Porfiriato y escribió: “Había comercios de lujosa ropa, predominando los franceses en el de abarrotes, panaderías, establos, lecherías y montepíos”.
Era notoria, y origen de reproche y descontento, la diferencia existente entre las clases sociales; lujo y ostentación de esplendor por los privilegiados frente a la miseria y escasez hasta de lo más indispensable, padecidas por nuestras multitudes indigentes.
No es muy distante esta percepción autobiográfica de Eduardo Neri, de la que planteó aquí en este recinto en ocasión similar a ésta el maestro Miguel León Portilla, quien señaló que las desigualdades –las mismas de hace 100 años– son causa de confrontaciones, quebrantamientos de la seguridad y en ellas están fincadas la pobreza, la miseria, la marginación de gran parte de la población. El camino para atisbar una solución que a muchos podría parecer quimérico es el de la educación, la capacitación y la formación de todos los mexicanos.
Tiene razón Miguel León Portilla y por ello la tarea que esta Cámara habrá de realizar para concretar, para reglamentar la reciente reforma constitucional en materia educativa, reviste la mayor relevancia y sería una tarea a la que, en primer lugar, se hubiera abocado un mexicano legendario y heroico como Eduardo Neri.
Vengo a dar las gracias porque un periodista ha sido premiado. En 1980 el programa de televisión 24 Horas celebró sus primeros 10 años con una fiesta insólita en la Universidad de Salamanca, en España, con la presencia de personalidades como Camilo José Cela, Juan Rulfo, José Luis Martínez, Víctor García de la Concha, Fernando Lázaro Carreter y otras cumbres de la literatura española, reunidas ahí con el propósito de fortalecer un esfuerzo para unir a los hispanoparlantes de todo el mundo en esa patria que es el idioma.
Recojo las palabras que pronuncié en la bienvenida a los selectos invitados porque hoy, 33 años después, a la luz de las nuevas herramientas de la comunicación, siguen vigentes si partimos de la base de que palabra es poder.
El desarrollo de los medios legitima el axioma. Antes de la imprenta, los guardianes del saber y sus únicos usufructuarios eran los religiosos. Los dueños de la información, de la palabra culta y sus significados eran los monjes copistas que reproducían en el claustro los manuscritos sabios.
Los dueños de la palabra vulgar eran los juglares placeros y los heraldos reales. Los religiosos devinieron poderosos del medioevo y los poderosos del medioevo controlaban estrictamente la palabra del bufón o la proclama del heraldo.
Pero he aquí que Gutemberg saca de los claustros el conocimiento a golpes de imprenta; la posibilidad de la reproducción mecánica de las palabras modifica la perspectiva cultural y cambia fundamentalmente las estructuras del poder.
El libro, primero, el periódico después y últimamente los medios electrónicos pulverizan el poder tradicional al diseminar la voz.
Cuando los significados de las palabras son fijados por quienes usan de ellas, cuando las masas y los pueblos acceden a una mayor información, se empieza a dar cuerpo al bello sueño que llamamos democracia.
En efecto, se mantiene relación entre poder y palabra, pero cambia un poco el sentido de su movimiento. Quien ejerce la palabra y le da significado, el pueblo, tiene derecho a ejercer el poder.
Vista así la fórmula de la democracia, se antoja sencilla. A un ejercicio más intenso de la palabra por parte de los más corresponde una legitimación de las instituciones populares.
Una vez que los pueblos satisfacen sus necesidades primarias de alimento, vestido, casa y escuela, y muchas veces aun sin satisfacer éstas, aspiran a cumplir esa sencilla fórmula de la democracia.
La historia de la democracia es la historia del desarrollo de los medios de comunicación, de la masificación de los significados de las palabras.
Un pueblo bien informado es un pueblo bien gobernado. Buen gobierno es el que bien comunica; el que nada teme nada tiene que ocultar.
Sistemas como el Twiter y el Facebook abren el acceso gratuito y libre a millones de personas que al usarlos sin límite establecen un contrapeso benéfico, a pesar de los accesos frente a los medios tradicionales de información.
Quiero darles las gracias, como practicante de un oficio. Quien diga que México no ha cambiado, no conoce nuestra historia, ni siquiera la más reciente.
El cambio va de la mano del tiempo, es innegable, y esta ceremonia solemne es prueba fehaciente.
Se premia a un periodista sin otro mérito que haber ejercido el oficio durante siete décadas en que hemos transitado, de los controles absolutos, a la libertad irrestricta, de la que incluso se puede abusar cuando el derecho a la libre expresión se interpreta como patente de impunidad para difamar.
Aun así, a pesar de los excesos, es preferible la multiplicación de las opiniones que la más leve restricción al derecho de publicarlas. No hay duda, en este México nuevo se vive mejor la libertad.
Alexis de Tocqueville escribió en su célebre tratado de ciencia política La democracia en América, que el único medio de neutralizar los efectos de los periódicos es el de multiplicar su número. Esta admonición del siglo XIX resulta actual cuando hemos presenciado en México y en el mundo una concentración de la propiedad de los medios en unas cuántas manos, así como una conexión de intereses económicos que puede resultar legítima desde un punto de vista jurídico formal, pero que podría vulnerar la obligación de informar con veracidad, sin predilección o parcialidad.
Este efecto de la concentración mediática ejerce una influencia política que puede alterar la majestad del Estado o la neutralidad que exige y merece el público lector, radioescucha, televidente o cibernauta y evidentemente atenta contra un principio que es sustento de la democracia social y fortaleza de nuestro sistema político. Ese principio es el de la libre competencia que garantiza nuestra Constitución.
Por ello me parece que esta Legislatura cumple una misión histórica al abordar las reformas en materia de competitividad que el país reclama.
Gracias a nuestra tierra, la labor personal y profesional que en esta ceremonia solemne se premia, hubiera sido imposible sin el abrigo de un México que abrió sus puertas a una familia deseosa sólo de vivir sin miedo.
Sin dinero, con idioma distinto, con otra religión y sin oficio, mi padre fue vendedor de retazos de tela por kilo y un año antes de la edad mínima me inscribió en la escuela que reunía tres cualidades: gratuita, popular, laica y una ventaja: era la más cercana. La escuela primaria República del Perú, que en la misma manzana de nuestra vecindad colindaba con la Secundaria Uno.
Recuerdo esos nueve años con alegría por el empeño de los maestros en lograr que fuéramos felices en las aulas. Lo lograron y aprendimos contentos. De ahí pasé, hace 70 años, a la Universidad Nacional Autónoma de México por las puertas de la Escuela Nacional Preparatoria, frente a la Facultad de Derecho, en San Ildefonso.
Desde entonces la universidad es mi casa y nunca he salido de ella. Ahí la fortuna me presentó a mi esposa, ahí hallé la riqueza de las disciplinas humanísticas y supe el valor del tiempo entregado a la educación y la lectura.
Evoco estos datos personales para señalar la suerte de vivir y crecer en un país abierto, tolerante y protector de los derechos escritos y no escritos de cada ser humano. Aquí accedimos a las mejores escuelas del mundo, sin discriminación ni religiosa, ni política, ni económica, y las oportunidades logradas en siglos de luchas fueron también para quienes se integraban a una patria suave, donde una familia agobiada por las opresiones, en busca de un porvenir de oportunidades semejantes para todos, para los menos favorecidos por sistemas obsoletos, pudiera vivir con dignidad.
Vivió y vive, suerte muy distinta a la de quienes no decidieron a tiempo. A mi padre lo sedujeron las fotos de Zapata y Villa y las noticias de una revolución preñada de promesas y esperanzas. Los ecos de esa lucha salvaron distancias y estremecieron a muchos jóvenes como él. Quiso venir a México y sus ilusiones no fueron defraudadas. Nos enseñó a amar a este país.
Aquí descansa y junto a él mi madre, mis hermanos, mis suegros, en tumbas con lápidas sin nombres.
Señoras y señores diputados: para concluir mis palabras quisiera darle a este momento un tono de mayor intimidad. Hallar en el fondo del corazón algunas ideas de estas últimas noches, durante cuya lenta y difícil marcha, a veces en la soledad de la casa silenciosa, he querido comprender el significado profundo de la distinción, sus orígenes, el momento del país, mi vida intensa y larga, la historia de mis padres y el destino de mis generaciones.
Y en este tránsito del mundo informativo, como sucede con los diputados o cualquier otro hombre elegido por el voto, me he sometido a la calificación de los demás, durante un tiempo, cada 24 horas, por cierto.
No puedo olvidar aquí en este juego de malabares de mi vocación y mi destino, las manos trémulas y los pasos vacilantes de Jorge Luis Borges, a quien escuché decir en voz murmurante estas líneas en las cuales quisiera retratarme: “un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los guías, el sueño, la rutina, el sabor del agua”.
Si yo pudiera hacer míos esos versos, les diría a todos ustedes el tamaño de mi agradecimiento: mi rutina ha sido el trabajo, el interminable y a veces fatigante y absurdo trabajo del reportero, quien como Sísifo sube todos los días la piedra de la realidad para verla caer en la mañana siguiente cuando de nuevo está plana la llanura y altiva la montaña; para subir otra vez y otra más, día con día, en el interminable rosario de los hechos que debemos recoger para entregarlos a los demás, porque el periodista, por encima de todo, necesita siempre pensar en los demás, y por eso casi nunca tiene tiempo para la primera persona, excepto cuando, como lo hago yo ahora, reflexiona sobre sí mismo frente a seres cuya generosidad lo ha colmado.
He llegado a este punto de la vida después de parar en muchas estaciones. He visto la mudanza de los tiempos, el cambio de las costumbres, la decadencia de las sinfonolas y la apabullante mirada de las estrellas.
He sentido amor y dolor en mi trabajo. He visto muertos, he visto recién nacidos, he conocido héroes y tiranos, he visto revoluciones triunfantes y gobiernos de oprobio. He nacido mil veces en cada página del periódico y en cada lanzamiento al espacio, y en cada cabina de radio y en muchos estudios de televisión.
No ha sido una vida vana, no al menos en el juicio de ustedes, quienes hoy me recuerdan el mérito de mis afanes. He conocido el mundo y he sentido el olor especioso de casi todos los mares y la nieve azul de algunas montañas, y he mordido el jugoso durazno de tantas alegrías como mi compañera de toda la vida, Sarita, y mis hijos: Jorge, Abraham y Diana, y mis cinco nietos, cinco nietas y el bisnieto, a quienes no menciono uno a uno pues podría parecer que estoy pasando lista en la escuela.
Hoy es una buena ocasión para la gratitud. La plena virtud del agradecimiento para ustedes, pero también, y por encima de todo, a la vida misma y a ese ser multiforme anónimo y ubicuo al cual llamaré el público, los lectores, los radioescuchas, los televidentes, a todos ellos. A la vida y a sus muchas oportunidades, a sus pruebas y a sus castigos; a su rigor y a su ternura.
Parece mentira, pero en este momento, a mis escasos 85 años de vida y mis 70 en el periodismo, veo que aún hay sol en las bardas y que todo cabe en dos simples sílabas: gracias.